❥ Capítulo 30

1.5K 92 12
                                    

Se sintió al borde de las lágrimas, pero no quería que Sloan viera lo disgustada que estaba. Se levantó, volvió a dejar las revistas sobre la silla y se dirigió a la puerta.

—Carolina, una cosa más —dijo su jefa.

Ella se dio la vuelta.

—Espero de verdad que tu relación con Agustín Bernasconi sea sólo profesional. Aunque el apoyo financiero de su familia es indispensable para esta biblioteca, no quisiera que ningún miembro de mi personal mantuviera una relación íntima con él. Sería inapropiado y perjudicial. ¿Ha quedado claro?

—Sí —respondió Carolina, incapaz de mirarla a los ojos.

—Bien. Y en tu descanso para el almuerzo, por favor, ve a Vera Wang y recógeme una muestra de tela. Luego necesitaré que se la lleves a mi florista.

Carolina asintió y se marchó rápidamente.

De camino a la escalera, se cruzó con Margaret. La anciana la saludó con la mano.

—Hola, Carito. Has estado desaparecida últimamente. ¿Te apetece que almorcemos en la escalera hoy?

—Ojalá pudiera, pero Sloan me ha pedido que le haga un recado. —Margaret negó con la cabeza.

—Oh, lo siento. Ya quedaremos en otro momento.

Carolina se sintió extrañamente triste. Se preguntó si la anciana pensaría que le estaba dando largas o que la estaba rehuyendo.

El móvil le vibró en el bolso. Mientras subía la escalera hacia el mostrador de devoluciones, leyó el mensaje:

El coche te estará esperando fuera a las seis.

Y sólo con eso, todo volvió a estar bien en su mundo.

(***)

Carolina miró el reloj que había frente al mostrador de devoluciones por enésima vez ese día. Finalmente, la aguja de las horas casi rozaba las seis.

Por si el tedio del trabajo en devoluciones no fuera lo bastante malo, todavía se sentía tan doloridos los músculos de la espalda y de los brazos por lo del día anterior que apenas podía soportar el esfuerzo de cargar los libros en el carro y volver a colocarlos en las estanterías. De camino a Vera Wang, había hecho una parada rápida en una farmacia para comprar una botella de Advil.

Cuando el reloj marcó oficialmente las 6.01, colocó bien la pila de libros sobre su mesa, cogió el bolso y prácticamente salió corriendo hasta el vestíbulo de entrada. En cuanto llegó a lo alto de la escalinata, pudo ver el Mercedes negro esperándola.

El chófer salió y rodeó el vehículo para abrirle la puerta. No había nadie dentro.

—El señor Bernasconi se reunirá con usted en su destino —le explicó el hombre.

—Ah, vale —asintió, mientras se acomodaba en el asiento trasero.

Era extraño estar allí sin Agustín y esperó que fuera un trayecto corto. Luego, al mirar por la ventanilla, vio que Sloan bajaba la escalera con su bolso Birkin al hombro y hablando por el móvil. Carolina se agachó, confiando en que no la viera.

El coche se puso en marcha y, en cuestión de unos pocos minutos, se detuvo frente al hotel Four Seasons. Carolina se preguntó si Jess estaría otra vez esperándola. Al pensar en esa primera noche con Agustín, en cuánto la desconcertó la lencería y lo torpe que se sentía con los zapatos de tacón, la asombró comprobar todo lo que había sucedido en un espacio de tiempo tan breve. El chófer le abrió la puerta.

—El señor Bernasconi ha pedido que se dirija al mostrador de recepción y que dé su nombre —le indicó.

—De acuerdo. Gracias.

Entró en el distinguido vestíbulo, sobrecogida de nuevo por el elegante y vasto espacio.

Cuando se acercó al mostrador de recepción, sintió que sudaba de nervios. Se tiró del escote de su vestido sin mangas de cuadros azules.

—Bienvenida al Four Seasons. ¿En qué puedo ayudarla? —le preguntó un joven con una amplia sonrisa y unos ojos brillantes que hicieron que su pregunta pareciera más sincera que rutinaria.

—Mi nombre es Carolina Kopelioff. Creo que alguien ha dejado algo para mí.

—Ah, sí. —El joven metió la mano por debajo del mostrador y cogió una llave electrónica.

—Habitación 2020. Disfrute de su estancia, señorita Kopelioff.

Ella cogió la tarjeta y atravesó el vestíbulo hacia los ascensores. Oyó un popurrí de idiomas extranjeros a su alrededor. La mayoría de la gente caminaba de prisa, decidida; algunos vestían de gala, otros llevaban trajes de negocios... Vio a unos cuantos turistas con pantalones cortos y camisetas, pero eran la excepción.

El ascensor anunció su llegada al piso veinte con un delicado sonido. Salió al silencioso pasillo. La temperatura parecía estar diez grados por debajo de la del vestíbulo y sintió que se le erizaba el vello. Metió la tarjeta en la puerta y entró una vez más en la habitación 2020.

—Bienvenida, señorita Kopelioff.

Carolina se volvió hacia el lugar del que procedía el duro acento del Este de Europa. La decepcionó descubrir que Jess no estaba esperándola, sino una rubia muy alta con los labios pintados de color burdeos y unos fríos ojos azules.

—Soy Greta y la asistiré esta noche. El señor Bernasconi ha dejado su ropa en el dormitorio. Por favor, cámbiese lo más rápido posible y llámeme si necesita alguna cosa.

Llevaba un uniforme del hotel: chaqueta y falda azul marino con medias y unos zapatos con un tacón razonable. En aquella mujer, el atuendo parecía más militar que elegante.

—¿Usted... trabaja para Agustín? —preguntó ella.

—No. Soy una empleada del hotel. El señor Bernasconi es un huésped extremadamente apreciado y nos esforzamos al máximo por satisfacer todas sus necesidades.

—Vale... Gracias —contestó ella.

Rogó al cielo que no necesitara ninguna ayuda. Lo último que deseaba era que aquella mujer la vistiera.

Cerró la puerta del dormitorio. Esa vez no había bolsas de tiendas sobre la cama, sino un corsé de satén negro y una falda de piel negra con un complicado sistema de lazos para abrocharla.

«¡Oh, no! —pensó Carolina con preocupación—. No conseguiré ponérmelo yo sola.»

Y entonces, en el suelo, a los pies de la cama, vio unos zapatos de charol negros con unos tacones de veinte centímetros, plataforma y unas amplias cintas de piel con hebillas para sujetarlos alrededor del tobillo. Parecían unos instrumentos de tortura más que algún tipo de calzado.

Se quitó el vestido que llevaba y lo dobló antes de dejarlo sobre la cama. Al ver el corsé y la falda, se dio cuenta de que no podría llevar ropa interior. Se desabrochó el sujetador, se bajó las bragas y se las quitó. Lo dejó todo encima del vestido.

Totalmente desnuda, se estremeció y miró el corsé con recelo. Decidida a vestirse sola, analizó el desafío que tenía entre manos. Tendría que aflojar los lazos lo suficiente como para metérselo por la cabeza y luego tiraría de ellos con fuerza para cerrarlos. Quizá la chica de póster del Tercer Reich de la habitación contigua tuviese que atarle los lazos al final, pero eso sería todo.

En seguida, se percató de lo mal que había juzgado la tarea. El dolor en los hombros hizo que le fuera imposible estirar los brazos hasta la espalda.

Angustiada, se volvió hacia la falda de piel. Al menos eso sí podría ponérselo; deseaba estar lo más vestida posible antes de pedir ayuda. Pero aquella prenda no tenía parte de atrás, a excepción de la docena de lazos que la sujetarían.

No había más remedio; no podría ponerse aquello sin la ayuda de otro par de manos. Buscó en la habitación una toalla o una bata o algo con lo que cubrirse. Como no encontró nada, tiró de la pesada colcha y sacó la sábana blanca que había bajo la manta. Se envolvió en ella como si fuera una toga y se acercó a la puerta.

—¿Greta? —llamó.

¡Tengan buen día!💛

- Anhel.🌻

❥ La Bibliotecaria • Aguslina.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora