Carolina no tenía ninguna prisa por acabar de trabajar. Miró el reloj, vio que eran las seis y diez y apenas pudo encontrar fuerzas suficientes para moverse.
—Bueno, es fantástico tenerte de vuelta, Kopelioff. Pero yo me largo —le dijo a la vez que lanzaba un último libro sobre su mesa.
—Que tengas una buena noche —se despidió la castaña.
—Seguro que la tendré —le respondió el chico con una amplia sonrisa.
—¿Oh? ¿Una cita interesante?
—Podría decirse que sí. ¿Por qué te quedas? ¿Vas a ayudar con el ensayo?
—¿Qué ensayo?
—Sloan va a organizar el lugar para la gala. Una especie de ensayo general. Pensaba que quizá te había liado para que ayudaras.
—Oh, Dios, aún no. Pero gracias por avisarme. —Metió apresuradamente las cosas en el bolso y anunció—: Me iré contigo.
Bajaron la escalera hasta el vestíbulo de entrada y notaron un anticipo del calor y la humedad que los esperaba fuera.
Había gente sentada en ella, aunque menos que a la hora punta de la comida. La acera de la Quinta Avenida estaba atestada de transeúntes que corrían hacia Grand Central Station y Carolina sintió pavor por el caluroso trayecto en metro que la aguardaba.
—Hasta luego, Kopelioff —le gritó Mike, mientras se desviaba hacia el sur.
Estaba a punto de decirle adiós, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta cuando vio el Mercedes negro aparcado al otro lado de la calle.
«Puedes limitarte a girar hacia la izquierda, hacia la estación de metro», se dijo. Y eso fue lo que hizo. Por desgracia, Agustín la conocía lo bastante bien como para saber adónde se dirigía. Y con sus largas piernas llegó hasta allí antes que ella y la interceptó en la esquina de la Cuarenta y dos con la Quinta.
—No contestas al teléfono —le dijo, colocándose justo delante de ella y bloqueándole el paso.
Carolina no se permitió mirarlo a los ojos. Si lo hacía, estaría perdida.
—¿Te refieres a éste? —preguntó, a la vez que sacaba el iPhone del bolso y se lo entregaba.
No lo había encendido en tres días. Agustín se negó a cogerlo.
—¿Puedes hablar conmigo un minuto? —le preguntó.
Carolina sabía que debería seguir andando, pero en lugar de eso alzó la mirada hacia él. La visión de aquellos aterciopelados ojos negros y aquella boca tan masculina la afectó de tal manera que se quedó petrificada, incapaz de moverse.
Agustín interpretó su silencio como un sí.
—¿En el coche? —volvió a preguntar.
—No voy a subir al coche.
Miró a su alrededor, claramente incómodo.
—Va a ser difícil hablar aquí.
Como subrayando que tenía razón, un hombre con traje golpeó a Carolina con su maletín.
—Me arriesgaré a ser arrollada por la gente —contestó ella.
—Habla por ti misma —comentó él con una leve sonrisa.
Algo se removió en su interior. Lo amaba, que Dios la ayudara, pero mantuvo su expresión impasible.
Agustín volvió a mirar a su alrededor y se pasó la mano por el pelo. Caro siguió su mirada hasta el otro lado de la calle y vio que su chófer había dado la vuelta a la manzana y en esos momentos estaba parado en la calle Cuarenta y dos entre Madison y la Quinta.
—Bien —cedió él—. Tú ganas. Lo haremos aquí.
La cogió por el codo y la acercó al edificio. Ella se apoyó en un escaparate y lo miró expectante.
—Mi padre dejó a mi madre por una modelo de veinte años, una chica que tenía tres años más que yo. Al principio, la odié, pero al final pactamos una tregua y nos hicimos amigos. Me llevaba a las sesiones fotográficas y ahí es donde me interesé por la fotografía. Me dejó practicar con ella. Pero al final dejó a mi padre, irónicamente por un fotógrafo. Para entonces, el daño ya estaba hecho y mi madre, que nunca se recuperó de la aventura de mi padre y del divorcio, se suicidó.
—¿Quién era la modelo? —preguntó Carolina, mientras las imágenes de la exposición de Agustín en la galería inundaban su mente como una oleada no deseada. Y supo cuál era la respuesta.
—Astrid Lindall.
Las palabras que confirmaban sus peores inseguridades sobre su relación fueron como un balazo. El suyo era un mundo que la superaba y su interés por ella no podía ser más que una distracción pasajera.
—Aprecio... la... información. De verdad. Ojalá me hubieras contado estas cosas en un momento en el que podríamos haber estado sentados en la cama hablando durante horas, conociéndonos mutuamente. Pero ahora ya no sé qué se supone que debo hacer con ella.
Los taxis pitaban, la gente seguía pasando junto a ellos y el calor y la humedad le pesaban como si fueran un manto. Pero Caro no deseaba moverse; no quería que él se fuera y, sin duda, no deseaba regresar en metro a su apartamento para pasarse otra noche anhelándolo. ¿A quién quería engañar al pensar que quedándose fuera del coche iba a evitar que su resolución e indiferencia cayeran como piezas de dominó?
—Sigamos hablando. Cena conmigo.
Ella no deseaba cenar. Deseaba sentir el dulce ardor de la cuerda alrededor de las muñecas, el frío aire de la habitación que nunca había visto, el intenso dolor en los muslos, el explosivo alivio de su miembro entre las piernas.
Se dio la vuelta y caminó hacia la entrada de la estación.
—Espera. —Agustín la cogió del brazo y ella le permitió detenerla—. No quieres hacer esto más, de acuerdo. Tengo que aceptarlo. Pero no me rechaces como si hubiera hecho algo malo. Nunca te he mentido. No te he dejado. Estás enfadada porque crees que no puedo darte lo que quieres.
—¿Puedes?
—No lo sé —reconoció. Parecía incluso más triste al admitirlo de lo que ella se había sentido en los últimos días al darse cuenta—. Pero he venido aquí para hablar contigo porque quiero intentarlo.
—Intentarlo ¿cómo?
—No lo sé —repitió—. Creía que habías dicho que querías hablar.
—No es tan fácil —protestó Carolina—. Yo también estoy pensando que quizá yo no puedo darte lo que tú quieres.
—Me lo das.
—Por ahora —matizó ella.
—¿Es por lo de fotografiarte?
Carolina se mordió el labio, odiando tener que reconocerlo incluso para sí misma.
—¿Puedes decirme que no te importa? ¿Que puedes estar con una mujer que no tiene interés en ser tu musa?
—Pero ahí es donde te equivocas, Carolina. Tú eres mi musa, lo eres. Pienso en ti cada vez que hago una foto. Te veo en todas las caras, en todos los cuerpos que fotografío. El número de octubre de W debería llevar tu nombre en la portada. Lo único que te pido es que me dejes ver qué pasa cuando pongo a la mujer que de verdad me inspira delante de la cámara.
Ella pensó en las imágenes en blanco y negro de las paredes de su apartamento, mujeres con cuerdas, bajo el látigo, desnudas e inmortalizadas en un momento de deshumanización de Agustín.
—No puedo —repitió.
—Has confiado en mí en todos los sentidos. Apenas has vacilado. ¿Y vas a salir huyendo porque te da miedo que te fotografíe?
—Suena mal cuando lo dices así.
«Límite infranqueable», pensó.
Se dio la vuelta y entró corriendo en la estación del metro.
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❥ La Bibliotecaria • Aguslina.
Fanfiction❥ Meterse a la historia para conocer la sinopsis. ❥ HISTORIA ADAPTADA.