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Vivo a cinco cuadras de la escuela. Muchos me llamarían afortunada, sobre todo aquellos que viven del otro lado de la ciudad y que por ende se ven obligados a levantarse a las cinco de la mañana para lograr algo tan banal como llegar temprano a clase. Por consiguiente, mi historial de tardanzas puede resultar para muchos sorprendente, pero lo que pasa en realidad es que, cuando vives tan cerca de la escuela, estás condenado a abusar de tal privilegio sin siquiera ser capaz de darte cuenta.

Esa mañana no fue la excepción.

Ni siquiera me acordaba de haber pospuesto la alarma cuatro veces antes de despertarme de forma definitiva, por lo que se imaginarán cuán grande que fue mi sorpresa al ver que la pantalla mi celular indicaba que eran las siete y cuarenta de la mañana. Me apresuré como no tienen idea en sacar la primera falda roja que divisé en mi armario, para enseguida combinarla con mi camisa de uniforme. Opté por no desayunar puesto que en ese entonces eso ya se había convertido en costumbre, no es sorpresa que comenzara a bajar algo de peso. Corrí a la habitación de mi hermano que, como el chico perfecto que es, ya había partido rumbo a su escuela hacía más de quince minutos. Abrí el cajón de su mesa de noche y, sumergido entre una cantidad inesperada de cajas de condones, saqué el empaque de ese chicle asqueroso pero potente, que a él tanto le gustaba y que me ahorraría tener que lavarme los dientes esa mañana.

Como ya daban las siete y cincuenta y sabía que no había forma de que llegara a tiempo si iba a pie, busqué en el sótano la bicicleta rosada que tanto me gustaba cuando tenía ocho años y que había dejado de utilizar desde que tenía diez. Claro que con el estado de pánico que me consumía en aquel momento, no fui capaz de darme cuenta de lo insensato que era montar una bicicleta infantil en falda.

Era en esas catastróficas circunstancias que estaba empezando mi mañana. Estaba a mitad de camino: el asiento microscópico de la bicicleta estaba taladrándome justo en donde no me da la luz, el moño que me había hecho comenzaba a desmoronarse a causa del trote de la bicicleta, el sudor en mis axilas me hacía acordar que no me había puesto desodorante. No fue hasta que me percaté del gran complejo de edificios blancos que logré despejar mi mente un momento: la preparatoria Ralph Waldo Emerson.

A pesar de estar ubicada a apenas dos cuadras en la misma calle, cualquier persona con las capacidades más ínfimas de raciocinio hubiera podido entender que la preparatoria Ralph Waldo Emerson y la preparatoria Hawk Ridge, a la que yo asistía, eran dos mundos completamente opuestos. A la primera asistían todos los hijos de la élite neoyorquina: gente adinerada, en su mayoría atractiva y sobre todo arrogante o con suerte condescendiente, claro que eso no quitaba que el nivel académico fuera superior en relación al de las demás escuelas del estado.

Mi hermano, Oliver, había logrado conseguir una beca gracias a su excelencia académica, por lo cual el muy dichoso tenía la maldita vida escolar de Catalina la Grande mientras que yo me pudría en Hawk Ridge cual gallina en matadero. Admito de todos modos que se lo merecía, es el chico más inteligente que he conocido en mi vida y se desvive por la escuela. Claro que eso no quitaba que fuera un animal de fiesta.

Mientras pasaba al frente de la entrada de la escuela, miraba a todos los jóvenes estudiantes. Vi a un grupo de tres chicas, dos rubias y una morena, reírse de la historia que estaba contando la más alta, así como a un chico alto de pelo rizado y ojos azules apurarse en terminar sus deberes antes de entrar. Todos parecían recién salidos de una típica película adolescente de Disney.

De repente, sentí una cantidad abrumadora de peso liberarse de mi espalda, al mismo tiempo en que escuché el sonido de un zipper abrirse abruptamente. Paré la bicicleta en seco y, para mi muy grata sorpresa, todos los cuadernos que llevaba en mi mochila estaba cayéndose al piso. Al parecer, había dejado mi mochila ligeramente abierta y el peso de todos los libros que llevaba dentro de la misma se las había arreglado para abrir el zipper.

Al otro lado de la calleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora