28.

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Calma. Silencio. Paz.

Olor a primavera.

Un solitario rayo de luz cruzaba la habitación a través de la pequeña brecha que había entre las cortinas color crema que cubrían el gran ventanal, haciendo que la estancia no estuviera totalmente en la penumbra. Pequeñas motas de polvo volaban a través del contraluz del espacio, envueltas calidez y pureza.

El desorden de la arrugada ropa tirada por el suelo era de los pocos recuerdos que quedaban de la noche anterior. Eso, y dos cuerpos totalmente desnudos revueltos entre sábanas blancas. Sábanas con una historia que contar, con secretos nocturnos de besos, jadeos y gritos.

Se habían lanzado completamente al vacío y sin paracaídas horas atrás. Y aunque se habían jurado mediante caricias que esa noche no dormirían, les fue imposible no caer rendidos ante ese último beso sonámbulo lleno de ternura.

Un pie descansaba cayendo del colchón sin llegar a rozar el suelo y, al otro lado de la cama, no muy lejos de él, largos mechones de pelo inundaban la mullida almohada. Estaban durmiendo cara a cara y, aunque sus cuerpos no se tocaran, encajaban perfectamente, tan bien como dos piezas de puzle que habían encontrado la cura a su pobre corazón roto.

Los desagradables ruidos de motores del exterior no interferían con la melodía de las sosegadas e inocentes respiraciones de los jóvenes dormidos, ajenos del mundo, soñando en su propio País de Nunca Jamás, lugar dónde todo siempre iba bien.

Pero, por desgracia, no se encontraban ni en el País de las Maravillas ni, en ese momento, eran los dueños de sus propias vidas. Estaban en la vida real donde, toda esa placidez, tranquilidad y bienestar sólo era la calma que había antes de la tormenta.

Una tormenta que parecía llegar con fuerza y furia.

—¡Espero que el hecho por el cual no habéis bajado a desayunar sea porque estáis muy ocupados ensayando! —esa voz, esa chillona e irritada voz de una Marta enfadada aporreando la puerta de la habitación hizo que el chico abriera los ojos de inmediato—. ¡No quiero excusas! ¡Diez minutos y abajo!

Alfred se incorporó, confuso y con un dolor punzante en la cabeza. Pasó sus manos por su despeinado pelo y seguidamente por su cara. Achinó los ojos, molesto por el suave rayo de luz y miró a su alrededor en busca de su teléfono móvil, el cual estaba descansando en la mesilla de noche de su lado. Era tarde, muy tarde, las diez y cuarto de la mañana; en cuarenta y cinco minutos tenían que estar en vestuario y maquillaje para el ensayo. ¿Qué había pasado? ¿Y la alarma? La alarma no había sonado porque... ¿no la habían programado?

Como un flash, escenas de la noche anterior empezaron a aparecer en su mente como si de una película se tratase. ¿Realmente había pasado? ¿No? La maceta, el botón y la pared sólo habían sido el inicio de todo. Su corazón se aceleró cuando confirmó sus dudas al ver el estado en que se hallaba todo. Sí, realmente había pasado.

Se mordió el labio cuando la miró. No se había percatado de nada, ella seguía en su mundo; ya podía caer una bomba cerca que Amaia no se despertaba ni por error. Respiró profundo. Estaba convencido que si él casi ni recordaba lo de la noche anterior, ella estaría absolutamente igual de perdida y confundida.

Y en ese momento, el miedo le invadió. Su reacción. Ay.

—Amaia... —susurró acercando su mano temblorosa a su hombro descubierto, sacudiéndola con total delicadeza—. Amaia... Amaia... Por favor, levántate. Es tarde.

Repetía nervioso una y otra vez esas palabras sin obtener respuesta positiva por parte de ella; sus movimientos dejaron de ser delicados y se volvieron totalmente bruscos. Lo único que consiguió fue, que a la tercera vez de llamarla, Amaia le ignorase aún más, cubriéndose la cabeza con la sábana.

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