Capítulo Veintitrés

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Él era más alto que ella, como siempre lo había sido. Era natural para ella, decidió, que alzara su rostro y esforzara sus piernas en alcanzar la altura de sus labios, aunque él tuviera fácil inclinarse tan solo un poco, para lograr sus besos. Al final, ambos hacían cada cosa, porque deseaban darle la comodidad al otro. Sin embargo, en ese momento, ninguno de los dos tuvo la oportunidad de razonar en qué forma iban a facilitarle la actividad al otro y, en lugar de ello, se lanzaron de frente a lo que resultaba inevitable: no era la mayor expresión de amor que se habían tenido, pero era la primera que compartían desde que habían llegado a este mundo.

Te amo.

No se me ocurre una historia digna de comparar ese momento, pues no eran las circunstancias que Eros tuvo que enfrentar por su amada Psique, así como tampoco el amor egoísta de Hades hacia Perséfone. Quizá, lo más cercano, sería el viaje de Dante, que persiguió a su adorada Beatriz hasta los límites del más allá, recorriendo infierno, purgatorio y cielo con el fin de recuperarla. Pero, de cualquier forma, ¿cómo atreverse a compararlos? Ellos se habían encontrado en el infierno, y continuaban en él, besándose a expensas de los diablillos y demonios que querían arrebatarles la felicidad de una forma u otra. Sus labios se movían en un roce fortuito, emanaba entre ellos el vapor de sus alientos, y sus cuerpos parecían entregarse cada vez más a cada contacto. Eran ajenos a la forma en la que todo ardía—metafóricamente—a su alrededor, pues lo único que importaba en ese momento se encontraba en sus brazos. No sentían el frío del invierno nevado, aunque aquello no era obra de la frazada, sino de ellos mismos, de la pasión corriendo por sus venas para activar los motores de un tórrido romance. Cualquier cosa a su alrededor parecía desaparecer, excepto el minúsculo muérdago colgando del techo y adornado con un listón bicolor, rojo y dorado: su terrible y deliciosa excusa de jardín de niños.

Separar sus labios solo les funcionó para desprenderse del pequeño edén que se habían formado en esos segundos, que parecieron tan largos como minutos u horas. No se atrevieron a abrir los ojos, pues sería destructivo, así que permanecieron cerca por unos instantes más. En lugar de tiritar, uno creería que estaban acalorados y, si no fuera porque no se habían movido de ese sitio, los confundirían con participantes de una maratón, pues sus respiraciones estaban muy agitadas, como producto de la exaltación de sus corazones. No había testigos, y no los necesitaban, pues eso no había pasado jamás. Los dos lo supieron antes, durante y después del beso: era algo ocasionado por el muérdago, una tradición que no debían ignorar. Ninguno de los dos debía permitir que eso se clavara en sus cabezas, tampoco que les afectara. No importaba. Sakura tenía a Kabuto, su novio, aunque estuviera en Norte América. Sasuke seguía teniendo su misión, pero comprendía lo que el corazón de su amada dictaba. Y así, se distanciaron dos centímetros antes de que sus ojos se encontraran, y decidieron fingir, aunque ya no eran capaces de mirarse el uno al otro. Supieron, de inmediato, que debían volver adentro, para así evitar sospechas. Pero, ¿fingir demencia? Fingir demencia debía ser difícil para Sasuke, ¿cierto?

Aunque no era así, pues...


Capítulo Veintitrés: El amor verdadero está ahí, aunque se oculte


Oh, no. Había sido un terrible error, pero nadie lo vio, nadie lo supo, así que los únicos conscientes de él eran Sakura y Sasuke. Sin embargo, al ver la tranquilidad con la que él se desenvolvía, ella terminó pensando que estaba bien, hasta que él pasó por su costado de pura casualidad y... era como si estuviera ardiendo. La primera vez lo siguió con la mirada, incrédula, aunque él nunca se percató del efecto que tenía sobre la pelirrosa. Por otra parte, Sakura notó recurrente aquello que, si se tocaban por accidente o si él le ofrecía su mano para levantarse, si existía un roce porque le alcanzara su vaso, si pasaba a su lado, si se provocaba el más mínimo de los contactos, entonces su cuerpo sufría los estragos como el de una colegiala. Agradeció que todos estuvieran ya bastante tomados, pues no sería la única con el rostro enrojecido y caliente, además de que podía culpar de su estado a la bebida. ¡Sí, eso era! Un efecto del alcohol, ¿no? La única razón para que estuviera sufriendo esas sensaciones, debía ser un efecto de ese condenado vicio. Se sintió inmensamente feliz al decidirlo, así que se le facilitó ignorar eso, por más arrebatador que se volviera. Aguantó de esa forma hasta las tres de la mañana, cuando Karin vino y se lanzó a su hombro, para decirle que deseaba ir a la cama. Ellas compartirían habitación, así que no tuvo reparo en acceder, y se despidió antes de llevarse a Karin colgando su cuerpo, con el aire de una madre y su hija.

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