Capítulo Treintaicinco

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Ahí estaba ella, sentada, otra vez. Miraba, desde su rincón, el jardín verde que tenía al frente. Los cojines estaban dispuestos sobre el suelo, así como las sedas que los cubrían. Ella había convertido ese sitio en un nido para el amor, así que esperaba pacientemente a que el objeto de su querer se presentara... pero esos ojos jade no verían la figura del pelinegro asomarse. No importando que ese fuera su sitio feliz, un lugar privado en el que nadie la interrumpiría, muy pronto sería arruinado el refugio que había destinado a su único amor. Por fortuna, no fue su padre quien entró, sino una de las jóvenes damas de compañía que siempre pululaban a su alrededor. Era una mujer fiel con malas noticias, y la pelirrosa lo supo apenas miró su rostro con semblante arrepentido, aunque ella no había hecho nada malo. Ambas lo sabían y, a pesar de eso, le costó trabajo perdonarla. Apretó las telas finas de su kimono, volteó su rostro con resentimiento mientras apretaba sus labios, así que la sirvienta hizo un gesto a dos de las damas de compañía que jugaban en el patio, para que corrieran a brindarle su ayuda a la princesa que se resistía a aceptar su realidad. Ellas extendieron las telas doradas, rojas, rosas y blancas. Las sostuvieron, mientras su compañera de mayor confianza le tendía ambas manos, y le ayudaron a elevar su cuerpo. Otras tres damas de compañía se apuraron a colocar flores en su peinado, el cual ordenaron hacia arriba—forma que ella detestaba— y, entonces, la acompañaron como fieles guardianas. Había dos mujeres detrás, dos a sus costados y dos al frente. Al final, hicieron una pausa, pues su institutriz la revisó previo a guiar su camino.

—Su majestad —ella bajó su cabeza, que pesaba, ante él. De igual forma, su cuerpo bajó lentamente, al unísono de sus acompañantes.

—Estará satisfecho, capitán —enunció, entonces, el hombre mayor que extendía su mano abierta hacia la joven mujer ante él. El aludido estaba frente a ella, dándole la espalda—. Solo tuve un heredero, y es una mujer. El cielo estará enojado conmigo —articuló, regresando su mano a la comodidad sobre su regazo—. Pero le sonríe a usted, por supuesto.

—Estoy honrado, su majestad —la voz de un hombre, completamente desconocido, hizo que el estómago de la princesa diera un vuelco—. Su hij-, quiero decir: la princesa es, sin duda, la criatura más hermosa de estas tierras.

—No los he llamado para que halague el buen aspecto de la princesa, sino para que acepte su mano como recompensa por los resultados de la última batalla —los ojos verdes se ocultaron tras sus párpados, donde aquellos hombres no pudieran leer el dolor de su alma—. Claro, es solo una promesa... podrá concretar su matrimonio si nos trae una victoria más.

—Por supuesto, su majestad —una inclinación de ese hombre fue suficiente para satisfacer al gobernante, quien luego hizo un gesto con su mano para que él pudiera retirarse.

—Padre...

—Hime —la poderosa voz del hombre hizo que ella se encogiera en su sitio. Él ni siquiera había alzado su voz, pero le había corregido abruptamente—, tu único propósito como mujer se cumplirá pronto. El capitán será un buen esposo para ti, y un magnífico gobernante.

—Su majestad —prosiguió, ella—, creí que tenía a otros prospectos.

—El capitán nació y creció aquí. Conoce nuestras tierras, trajo victorias, así que es idóneo. Sin embargo, una mujer solo debería preocuparse por estar preparada para el día de su boda.

—Pero, padre —ella alzó su rostro, lo que hizo que las damas de su corte se inclinaran por completo ante la que se había convertido en una discusión íntima—, el único motivo por el que el capitán ha logrado traer estas victorias es debido a ese hombre... él fue capaz de tomar las tierras con sus propias manos. El capitán solamente está tomando el crédito de alguien más. Lo correcto sería...

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