10.- Verte dormir

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Gabriel caminaba con paso ligero por las calles de Buenos Aires, con dos cafés en las manos y una bolsa grande de facturas. Sonrió como un adolescente pensando lo que le esperaba en casa. Su jefe le había hinchado las bolas y había tenido que quedarse más tiempo de lo que esperaba en la comisaría. Se había perdido un almuerzo con Renato que seguro iba a ser más que interesante.

Pero iba a recompensarle por dejarle todo el día encerrado en su casa sin mucho que hacer esperándolo. Había parado a comprar unas facturas para merendar y un par de cafés para llevar. El suyo era con mucha leche y el de Renato un café bien negro, de esos amargos que le gustaban a él y que no comprendía cómo podían gustarle tanto.

Abrió ansioso la entrada y se subió al ascensor, dando golpecitos distraídos con el pie en el suelo. Iban a merendar y después iba a hacer eso por lo que llevaba todo el día esperando: besar a su pendejo.

Sí. Ya lo había sumido. No sabía qué eran, qué estaba pasando, ni hacia dónde iba todo aquello. Pero Renato era su pendejo. Y se moría de ganas por llegar a casa y besarlo.

Miró los vasitos de café mientras el ascensor subía, más lento que de costumbre. En el vaso blanco de Renato él mismo había intentado hacer un dibujito bajo su nombre, sin mucho talento, y había dibujado un pequeño corazón. Suspiró nervioso al darse cuenta de la tontería del gesto. Ese chico descarado y despreocupado de veinte años estaba haciendo que se comportara como un adolescente inexperto que se enamora por primera vez.

Las puertas del ascensor se abrieron haciendo que dejara de pensar en esa palabra que tanto miedo le daba. Amor.

Metió la llave en la cerradura y antes de que su cerebro pudiera reaccionar a lo que estaba pasando unos brazos de mujer le rodearon el cuello y lo estaban besando. Antonella estaba allí.

-¡Amor!- Lo saludó efusiva mientras lo besaba.

-¿Qué hacés acá?- Preguntó con el miedo en el estómago y buscando con la mirada a Renato por todo el departamento. Pero no estaba.

-Sabía que hoy tenías libre la hora del almuerzo y quise darte una sorpresa, pero cuando vine no estabas.

-Sí... Había un quilombo bárbaro en comisaría y tuve que quedarme más tiempo.

-Vení, pasá.

Antonella se hizo a un lado, le quitó la gorra de policía y pasó los dedos por sus rulos intentando acomodarlos, pero Gabriel apartó la cabeza ante el gesto. Nunca le había gustado que le tocaran el pelo... No hasta que lo hizo Renato. La chica apartó sus manos, dándose cuenta de su molestia.

-¿Estás sola?- Preguntó con temor.

-Sí, tu amigo ya se fue.

-¿Mi amigo?

-Sí... ¿Renato se llama?- Gabriel asintió despacio, dejando que ella hablara para no decir alguna palabra de más.- Me contó todo lo que había pasado.

-¿Qué... qué te contó?- Se asustó.

-Eso, lo de las goteras en su casa y que por eso se quedó acá unos días.

-Sí... sí. Goteras.- Repitió Gabriel.

-¿Y ya se solucionó?

-¿Qué cosa?

-Las goteras de casa de su amigo... Cuando se fue me dijo que ya no iba a volver más.

Gabriel sintió una punzada de dolor y miedo al escuchar a Antonella. "Ya no iba a volver más". Y lo único que podía hacer era desear que fuera mentira, que fuera sólo la excusa que le había contado a su novia para salir del paso, que no pensara no volver... Se moría si Renato no volvía.

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