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Cara lisa. Completamente lisa. Y desde esa especie de gran huevo inexpresivo partieron unos chillidos burlones y -enseguida- una carcajada que parecía que no iba a tener fin.

Kenzo dio un grito y salió corriendo entre la negrura que volvía a empaquetarlo todo.

Su linterna, rota y apagada, quedó tirada junto al canal.

Y Kenzo corrió, corrió, corrió. Espantado. Y corrió y corrió, mientras aquella carcajada seguía resonando en el silencio.

Frente a él y su carrera, solamente ese túnel de la oscuridad que el chico imaginaba sin fondo, como su miedo.

De repente -y cuando ya lo perdían las fuerzas- vio las luces de varias linternas a lo lejos, casi donde las lomas se fundían con los murallones del castillo imperial.

Desesperado, se dirigió hacia allí en busca de auxilio.

Cayó de bruces cerca de lo que parecía un campamento de vendedores ambulantes, echados a un costado del camino.

Todos estaban de espaldas cuando Kenzo llegó.

Parecían dormitar, sentados de cara hacia el castillo.

-¡Socorro! ¡Socorro! -exclamó el muchacho-.

¡Oh! ¡Oh! -y no podía decir más.

-¿Qué te pasa? -le preguntó bruscamente el que  -visto por detrás- parecía el más viejo del grupo. Los demás, permanecían en silencio.

-¡Oh! ¡Ah! ¡Oh! ¡Qué horror! ¡Yo!... -Kenzo no lograba explicar lo que le había sucedido, tan asustado como estaba.


¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora