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tragedia era algo que solamente les ocurría a "los otros", a los "lejanos prójimos" y entendieron que nadie está libre del terror cuando ese terror se instala -con prepotencia, hijo de un impiadoso disparate- en la propia tierra.

Mis padres me recomendaron  que tuviera sumo cuidado, que no confiara sino en ellos, mis hermanos mayores y Glenda. Los papás de mis amigos y compañeros de escuela hicieron lo mismo: les aconsejaron extrema prudencia con las relaciones. Pronto, todos los niños que aún continuábamos en nuestras casas nos transformamos en seres callados, tristes, asustados y con una desconfianza que si se hubiera podido medir en kilómetros, seguro que alcanzaba más de un millón.

Una tarde, el Manga irrumpió en nuestro almacén. Lo habían dejado a mi cargo durante un rato, mientras mi familia se ocupaba de algunas diligencias en las cercanías.

El hombrecito encargó agua mineral y me pagó. 

Ya estaba por abandonar el local -arrastrando la bolsa donde había ubicado el montón de botellas, cuando por primera y única vez se volvió hacia mí y me dijo:

-Por favor, ¿podrías ayudarme? No me siento bien.

Te ruego que me acompañes para llevar el agua hasta mi casa, si no es mucho pedir.

Claro, ahora me resulta fácil concluir que yo debería de haber desconfiado y esperado el regreso de mi familia para consultar si podía acompañar al Manga. Pero -en verdad- en aquel instante no sentí ninguna inquietud, conmovido -de repente- por el desamparo que él demostraba y animado como estaba por las enseñanzas de que a nadie

¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora