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De tanto en tanto, a Cora le parecía oír sus voces y la tristeza la ahogaba -entonces- con la misma intensidad que aquel día en que los había perdido para siempre.

"Po-bre ma-má...".

"Po-bre pa-pá...".

Lejos de la modesta casa de los Molina -en una pensión de las tantas cercanas al centro de la gran ciudad-, vivía el hombre a raíz de cuyo robo habían muerto Iván y Boris. En total impunidad de su delito.

No le había ido mal económicamente, astuto ladrón como se había convertido, con banda propia y todo. Sin embargo, jugador empedernido, el dinero le duraba lo que un suspiro.

Todos creían que esta situación de continua escasez era la causante de su malhumor, de su carácter hosco, huraño. ¿Quién iba a imaginar que un sujeto despreciable como aquél viviera -como vivía- torturado por los remordimientos?

Los años no lograban traerle la paz, aunque desde que aquello había sucedido se repetía que él no era culpable, que el accidente era producto de la fatalidad, que ni loco hubiera pensado en hacer tanto daño... Si hasta había devuelto el bolso, arrojándolo de manera anónima en el jardín de los Molina dos noches después de la tragedia y con casi la mitad de los billetes robados...

-No voy a olvidarlo mientras viva, canejo... -se decía, atormentado por la culpa y por el vino-. No voy a olvidarlo...

Entonces -en su delirio- le parecía escuchar que 

¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora