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el caballero cesó con sus soplidos y levantó el blanco rostro hacia ella. Se le acercó hasta casi tocarla y la miraba con sus blanquísimos ojos de alucinado cunado le dijo:

-Vine para soplarte con mi aliento, lo mismo que a la vieja. Pero eres tan dulce y tan niña que siento un poco de pena por ti. Por eso, no voy a hacerte daño. Pero jamás olvides que no deberás contarle a nadie lo que has visto esta noche, ni siquiera a tu padre.

Recuérdalo bien, Romi: Si alguna vez -donde quiera que te encuentres- se te ocurre confiarle a alguien -quienquiera que sea- lo que hoy viste aquí, yo me voy a enterar -de inmediato- y -de inmediato- estaré a tu lado para que mueras en ese preciso instante.

Romi seguía petrificada en el silencio de su pánico.

El caballero blanco le dedicó -entonces- una última y sostenida mirada blanca. Enseguida, abandonó la cabaña cerrando la puerta tras de sí.

La tormenta pareció intensificarse cuando el níveo visitante se perdió en las sombras.

A través de la ventana, Romi ya no volvió a contemplar otra cosa que oscuridad. Desesperada, gritó -varias veces- el nombre de Gudelia y tanteó hasta encontrarla. Le tocó la cara, las manos, los pies: la piel de la viejita parecía de puro hielo. Estaba muerta la pobre.

Romi se abrazó -entonces- a su cuerpo helado y lloró como sólo había hecho de muy niña, al perder a su madre.

La tormenta acabó al amanecer. Cuando -poco después- Azariel -el botero- llegó de nuevo a su cabaña.


¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora