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se le niega ayuda y menos agua y "por qué me van a hacer daño si yo no lo hago...".

El resultado fue que -de inmediato- le contesté que sí.

Cerré el local con mi llave y colgué el cartelito que usábamos para emergencias como aquélla: "Enseguida vuelvo".

Rápidamente, me hallé siguiendo al Manga, con la bolsa cargada al hombro y el eco de los ladridos de Glenda apagándose en mis oídos, a medida que me alejaba del almacén.

La prolongada distancia que nos separaba de la casa del Manga la recorrí silbando.Ése fue mi modo de ahuyentar los miedos que empezaban a ocuparme el corazón, al evocar la desgracia que asolaba a mi querida villa.

¿Y si -ahora- sus garras me tocaban a mí?

Silbé -con más energía- hasta que llegamos a las afueras.

Al fin -detrás de unas dunas-, la casa del Manga.

Él abrió la puerta y -con un gesto- me indicó que entrara.

Debo de haber demorado unos segundos sin decidirme a hacerlo, porque cuando caminé hacia el interior, la silueta del Manga e recortaba -hasta desdibujarse- al extremo de un largo y oscuro pasillo.

Lo atravesé casi a tientas -aún deslumbrado por el sol de la siesta- mientras me aturdía la música que -¡oh, sorpresa!- había comenzado a resonar a la par de mis propios pasos. ¿De modo que al Manga le gustaba el rock?, ¿y a todo volumen?

¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora