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Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo). En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas de forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz.

En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana. 

En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.

Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó -de repente- la voz del padre. Terminaba de vestirse -nuevamente y de prisa- a la par que les decía.

-La abuela se descompuso. Nada grave- creemos-, pero vamos a llevarla al hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.

¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no -al menos- preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que -finalmente- había decidido desmelenarse sobre la noche.

Truenos y rayos que conmovían el corazón.

¡SOCORRO! ( 12  cuentos para caerse de miedo) Elsa BornemannDonde viven las historias. Descúbrelo ahora