I
El duque de Bayleirish bebe una copa de vino con cuidado y elegancia. Demuestra una gran destreza en sus modales al no derramar ni una sola gota a pesar del constante repiqueteo y del vaivén del carruaje. Hoy no lleva su máscara porque ha abandonado el palacio real para ir de cacería a los bosques privados del rey. El trayecto a los establos destinados a bestias de caza se encuentra a casi tres horas de viaje de la capital.
Descubro en él un semblante que me desilusiona. Su aspecto no es bello ni horrible, sino plano. Se parece a cualquier otro joven de su edad. Lleva el mismo corte de cabello que casi todos los hombres en la corte. No resalta en absolutamente ningún detalle y, salvo por su exquisita vestimenta y por la suavidad de su piel, podría pasar desapercibido en cualquier multitud.
Otro noble al que no reconozco lo acompaña. Dos sirvientes montan a caballo, uno a cada lado del carruaje. Uno de ellos es el que le brindó la información a Macoa sobre esta oportunidad.
El camino se vuelve sinuoso cuando la pequeña comitiva ingresa al bosque, el terreno irregular y las grandes raíces de árboles ancianos ejercen un poderío mayor que el de los torpes humanos que aseguran ser dueños del lugar.
En el interior del carruaje, el duque y su acompañante conversan sobre nimiedades con la frivolidad y con el egocentrismo que caracterizan a los nobles jóvenes que creen tener al mundo a sus pies solo porque sus zapatos relucen, inmaculados.
No vale la pena repetir sus palabras, son irrelevantes y superficiales en un grado que va más allá de lo lógico. Tal vez el alcohol que consumen con más frecuencia de la recomendada haya afectado de alguna forma su capacidad de razonamiento.
Una parte intangible de mi esencia los envuelve a ellos y a los alrededores. El momento planeado se aproxima. La idea la he sugerido yo, pero fue Dorian quien puso los engranajes en marcha a su manera. Espero que estos humanos puedan entretenerme aunque sea por breves instantes.
El carruaje y los sirvientes toman una curva angosta, un desvío rumbo al oeste.
Los caballos se detienen de repente, relinchan incómodos; alzan sus patas delanteras y el duque, por fin, vuelca el vino de su copa. La mancha oscura se forma sobre su rodilla, se expande a medida que la tela absorbe el líquido.
El acompañante golpea su cabeza contra el techo del carruaje, se lleva ambas manos a la nuca y maldice con furia.
—¡Qué demonios ocurre! —grita el duque, molesto. Golpea muro frontal en busca de una respuesta del chofer—. ¡Exijo una explicación!
No obtiene más que silencio.
Golpea con más fuerza. Luego, irritado, abre la portezuela de su derecha y asoma la cabeza, dispuesto a lanzar una amenaza. Sin embargo, lo que ve frente a sí le hace ahogar sus palabras.
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Condenar a Dorian Gray (RESUBIENDO)
FantasíaEl calendario y el reloj son herramientas para esperar pacientemente por el propio final. Y absurdo es el actuar de Dorian Gray frente a estas verdades. Mi protegido es, hasta donde mis conocimientos abarcan, el único ser que ha nacido mortal y goz...