CAPÍTULO 27

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I

Dorian Gray se viste como plebeyo

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Dorian Gray se viste como plebeyo. Coloca una capa de viaje sobre su cuerpo y cubre luego su rostro lo mejor que puede con la capucha. Abre la puerta de servicio del palacio que se encuentra cerca de la cocina y se zambulle en la noche.

Solo una persona lo ha visto partir. A través de una ventana lateral del tercer piso, Sirara observa cómo la silueta se aleja aprisa. Sabe que es el rey o, al menos, lo intuye. Oculto en las sombras de un cuarto en penumbra, sonríe. Se coloca su máscara de huesos y plumas para comenzar a recorrer el palacio.

La reina duerme. Los somníferos en su té se asegurarán de que no despierte hasta pasado el amanecer. El príncipe Edward lee una novela sobre piratas debajo de las mantas y a la luz de una tenue vela. Su hermana menor, Marjorie, se agita en sueños en la habitación de al lado. La inocencia del trío me abruma. No hay maldad en ellos, sus verts han sido aplacados y enterrados. Al menos, por ahora.

Macoa ronca en un rincón del atelier mientras que Rufus Hallward trabaja en su próximo encargo real; las ojeras en su rostro son profundas. Teme no acabar a tiempo. Los años han pasado para ambos, así como pasan para todos los mortales. Ya no son adolescentes, son hombres. Comienzan a corromperse al igual que el resto de la sociedad.

El rey se aleja de su nuevo hogar para dirigirse al previo, a la mansión Gray. Hace mucho que no visita la vieja casona porque su rol en la empresa familiar es puramente burocrático; se reúne con Allan Campbell cuando es necesario para tomar las decisiones más importantes. Llevan cierto tiempo buscando un sucesor para el cuidador, otro humano con un don relacionado a las bestias. No sé si hallarán algo similar.

Al llegar a su destino, observa inquieto el mobiliario cubierto de blanco. Las salas y los corredores parecieran estar habitados por fantasmas tangibles. Ya nadie vive allí, solo se mantiene la limpieza de vez en cuando. Un jardinero cuida el exterior y los establos, ahora vacíos.

Dorian siente que su juventud es lejana, que han pasado ya siglos desde la muerte de sus padres. Camina sin rumbo fijo por los desolados recovecos hasta detenerse frente a un viejo espejo. Se observa.

Quisiera no reconocerse, pero sigue igual. Joven. Bello. Eterno.

En su rostro no hay arrugas, en su cabello no hay grises y bajo sus ojos no existen sombras. Él ha nacido con el don de la hermosura, que debería ser perenne.

Lleva ambas manos a sus mejillas y acaricia con suavidad la piel perfecta, siente la textura de sus labios y recuerda la última vez que estuvo en ese mismo sitio, admirando el mismo reflejo. Han pasado ya casi dos décadas y nada ha cambiado.

Está nervioso. En pocos días se sabrá el don de su hijo mayor, Edward. Espera que no sea el mismo que el suyo. Teme verse opacado, desplazado. Siempre ha sabido que tarde o temprano tendrá que deshacerse del pequeño, aunque prefiere retrasar esa necesidad tanto como sea posible. Mientras el niño no estorbe ni amenace con arrebatarle el trono, puede existir.

Condenar a Dorian Gray (RESUBIENDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora