CAPÍTULO 36

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I

El rey se escabulle del balcón

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El rey se escabulle del balcón. Los pocos invitados que quedan en el palacio están ya ebrios o agotados —o ambas cosas a la vez—. Atraviesa la cortina que separa el palco real de los corredores y se zambulle en la oscuridad. Se quita la capa y el chaleco, todas las capas de ropa que podrían interferir con su agilidad.

Al abandonar el edificio por una salida lateral, solo lleva su camisa blanca con botones dorados y un pantalón oscuro. En una mano carga con la daga, la otra la lleva cerrada en un puño enfurecido. Su vert destella, ansioso, detrás de su mirada.

Dorian Gray tiene sed de sangre. Una sed que no había notado antes, hasta que se le presentó la oportunidad de saciarla con sus propias manos.

Camina con prisa, sabe que se le hace tarde para el horario pactado y no desea que su adversario lo tome por cobarde. Aunque no tiene ni idea de quién lo ha retado, está más que dispuesto a disfrutar. No tiene miedo, solo determinación. Le es indiferente cuál sea el motivo del odio de su contrincante.

Casi llegando al lugar indicado, mi protegido divisa una silueta masculina y se relame por debajo de la máscara. No lo puede controlar, su vert late con fuerza, pide a gritos que lo dejen escapar. A propósito, ralentiza su andar y procura hacer ruido con sus pisadas.

El extraño lo oye. Endereza la espalda, alerta. Traga saliva, sabe que solo uno de los dos sobrevivirá a la disputa y espera poder ser él. Dorian Gray tiene aproximadamente su misma edad, cree que no existen ventajas o desventajas. La daga que ha tomado del hogar del noble asaltado es de calidad; su ropa también es cómoda y él mismo ya ha recuperado energía entre descansos largos y comida abundante.

James Vane está listo para vengarse. ¿De qué se vengará? No estoy seguro. Nadie ha obligado a su hermana a marcharse con Dorian ni a acostarse con él. La humanidad es extraña. Las personas siempre buscan un culpable para sus rencores y miserias, tienen la necesidad de dirigir su ira y su decepción hacia otros mortales. Da igual quién haya fallado en realidad. Para este hombre en particular, el rey es el culpable de la huida y de la muerte de Sibyl.

La oscuridad los envuelve. Ambos contrincantes apenas puedan definir la ubicación del otro. Son dos sombras anónimas entre los arbustos. Tan solo son dos siluetas similares. Los humanos, después de todo, se parecen mucho entre sí. Aunque intenten marcar sus diferencias con colores de piel, géneros y estatus o riquezas, en el fondo son exactamente lo mismo unos y otros: almas dentro de un cascarón perenne.

—Aquí estoy —exclama el rey.

Este gesto es una muestra de su sentido de superioridad y de confianza. No ataca, no intenta matar de inmediato. Por el contrario, anuncia su ubicación y su calma como todo un caballero.

—¡Dorian Gray! —grita James, mantiene su distancia—. Pagarás por lo que le has hecho a mi familia.

Mi protegido ríe.

Condenar a Dorian Gray (RESUBIENDO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora