Bruno (IV)

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Leone lo había dejado solo, y eso lo destruyó.

Bruno de verdad creía que podría hacerlo cambiar de parecer. Sabía que no llegarían lejos sin él, sin sus conocimientos, pero había otra cosa... y era que no quería pensar que nunca más lo volvería a ver. El peligris era una piedra preciosa que no necesitaba ser pulida para brillar. Y a Bruno le angustiaba la sola idea de que alguien más lo notara.

Se descubrió llorando, levemente, alzó la vista hasta la mesa, donde estaba el té que Leone tiró, quiso levantar el tarro de madera, pero la voz de su padre lo hizo dejar todo lo que hacía para salir a cubierta. Caminó hasta la popa, dejando que sus ojos se acostumbraran a la poca luz que les dejaba la luna, buscó a su padre con la mirada, encontrándolo sentado sobre una cubeta como asiento y mirándolo fijamente.

—Padre ¿qué sucede? —se inclinó frente a él, apoyando su peso sobre su rodilla derecha— No deberías estar aquí, vamos, volvamos adentro.

—Estoy cansado, hijo, necesitaba un poco de aire fresco —se encogió de hombros—. No aguanto demasiado sin hacer nada y lo sabes.

—Si... lo siento.

—Hijo... —Bruno lo miró a los ojos— ¿Qué piensas hacer?

Sintió que le faltó el aire. No estaba preparado para responder a aquella pregunta, no aún, no ahora.

—No puedo responder a eso, padre, no sé qué hacer —dejó sus brazos caer a su costado, luego bajó su otra pierna y se sentó sobre la madera a sus pies—. Por un lado quiero estar contigo y mantenerte a salvo, por otro, quiero ayudar a esos niños que no tienen a nadie en su vida, y por otro lado no quiero que Leone se marche —sus manos se alzaron y las llevó hasta su rostro para cubrirlo—. De verdad quiero complacerlos a todos...

—Hijo... —Bruno sintió la única mano de su padre acariciar su largo y desarreglado cabello— No es tu responsabilidad ayudar a todos, debes pensar primero en ti, antes que en el resto. Sólo cuando hagas eso podrás encargarte de los demás como corresponde —las caricias continuaron, consolándolo—. La vida es corta y larga al mismo tiempo, no la notas porque la estás viviendo, pero debes aprovecharlas con sabiduría, o pasarás lamentándote hasta el fin de la misma.

—Todo está pasando tan rápido...

—Extraño a tu madre, ella sabría qué decir en un momento así.

Bruno alzó la vista para ver a su padre al rostro; estaba arrugado y con la piel porosa por la sal, las bolsas bajo sus ojos se habían agrandado de tres a cuatro veces su tamaño original, y el brillo opaco de sus ojos lo entristeció.

—No te recomiendo tener una vida igual a la mía, hijo. Hay todo un mundo allá afuera esperándote —hizo un gesto con su única mano— a que decidas qué hacer y a dónde ir; pidiendo a gritos que elijas el camino que te hará feliz.

—P-padre... —quería llorar, necesitaba llorar, y iba a llorar, pero pasos metálicos sobre madera llamaron la atención de ambos, haciendo que Bruno se irguiera en su lugar— Espera aquí, iré a echar un vistazo.

Se levantó con rapidez y caminó despacio, aspiró con su nariz, intentando recobrar la compostura. Reconocía ese sonido, era la guardia haciendo rondas nocturnas. Por la entrada observó asomarse dos cabezas, dos hombres vestidos con metal; uno era casi tan alto como Leone, el otro era más pequeño que él mismo. Bruno no habló hasta que ambos pisaron el piso de madera de la cubierta.

—Buenas noches, oficiales —saludó lo más casual que pudo— ¿Qué los trae a mi barco en esta bella noche? —sonrió haciendo una pequeña y agraciada reverencia—

—Papeles —exigió el más bajo—.

Bruno entrecerró los ojos y agrandó su sonrisa, luego llevó sus manos hasta la faja de sus pantalones, metió una entre las telas apretadas, para, posteriormente, sacar un pequeño rollo de papel.

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