Capítulo 2 parte 2

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—Su excelencia, Anthony Benedict FitzRoy...

Toda la verborrea del hombre se perdió bajo el abrumador zumbido que escuchaba en sus oídos. El corazón se le aceleró y a punto estaba de hiperventilar. No podía hacerlo. Se creyó más fuerte, pero no, no podía quedarse ahí sentada mientras el hombre de su vida se casaba con nada menos que su hermana.

Cientos de veces se imaginó con un par de niños con los ojos azules y cabellos como rayos de sol, iguales a los de él, y, sin embargo, era Amelie quien tendría la dicha de materializar su más anhelado sueño.

No, no podía hacerlo. No podía soportar quedarse ahí sentada, viendo como el amor de su vida se unía en matrimonio con otra mujer.

Se levantó de un salto, sin pensar en otra cosa que no fuera salir de ese lugar que la oprimía. Mientras caminaba hacia la salida, dio gracias a sus zapatos sin tacón por ahorrarle la vergüenza de que sus pisadas retumbaran por toda la capilla; en sus condiciones, llamar la atención era un incordio al que no quería enfrentarse.

En el umbral de la capilla se agarró del marco derecho de la puerta en busca de sostén, necesitaba reunir fuerzas para alejarse del lugar. Pasados unos segundos, sosteniéndose de la pared, se alejó unos pasos de la puerta; no se sentía capaz de mantenerse en pie por sí misma. Se quedó de espalda a la puerta, la mano derecha recargada de la pared, el cuerpo encorvado y la cabeza gacha. Las lágrimas corrían por sus mejillas, libres, sin contención. Cuando sintió que el sostén de su mano en pared ya no era suficiente para continuar en pie, pegó la espalda al muro y cerró los ojos, tratando por todos los medios de regularizar sus pulsaciones.

A pocos pasos de ahí, una mirada cobalto no perdía detalle de la joven que no tardaría mucho en desmayarse. Estaba en esa ceremonia con un propósito y maldita sea si sabía por qué motivo no lo llevaba a cabo todavía. El cura estaba diciendo una parrafada en latín que no entendía y tampoco le interesaba entender. Lo único que quería era a la pérfida mujer que estaba hincada frente al altar, a punto de entregar su vida a otro hombre.

«Te esperaré siempre, pero vuelve a mí», la promesa hecha casi dos años antes, se reprodujo en su mente como el eco de las olas al romper contra los acantilados.

«Embustera» murmuró en sus adentros.

Su "siempre" duró hasta que un hombre con título comenzó a cortejarla. Y él, todo un idiota, dejándose el pellejo para agrandar el patrimonio que poseía, para darle la vida que según él merecía. Ah, pero no se lo permitiría. Haría que esa interesada cumpliera con su promesa así tuviera que robársela frente a las narices de medio Cornualles.

No dejaría que fuera precisamente él quién se la quedara.

Dejó su posición en la pared opuesta a la que estaba la joven rubia y caminó hacia la puerta, iba a finiquitar lo que fue a hacer, sin embargo, cuando estaba a punto de entrar, la mujer por fin se desvaneció. Fueron sus reflejos los que evitaron que la cabeza de la muchacha impactara contra el suelo.

—Lady Beatrice Amelie Wilton Green, toma a su excelencia Anthony Benedict FitzRoy, duque de Grandchester, como su legítimo esposo...

Maldiciendo por lo bajo, dejó a la mujer en el suelo y caminó hacia la entrada de la capilla para detener esa farsa de una vez por todas, sin embargo, era demasiado tarde.

—Lo que el Señor ha unido, no lo separe el hombre —sentenció el clérigo.

Una furia, como jamás experimentó antes, incendió cada rincón de su anatomía. Esa embustera lo usó, se burló de él recitándole palabras de amor y permitiéndole libertades que solo se le darían a un marido. Y él, un viejo lobo de mar, cayó preso de sus debilidades al grado de aventurarse en la travesía más peligrosa de todas para así obtener las riquezas que necesitaba para ganar su mano sin objeción alguna.

Quiero tu corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora