Capítulo 8 parte 2

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Lady Candice despertó con la sensación de que la cama se movía. Abrió los ojos con la intención de levantarse, pero un fuerte mareo la hizo desistir. Se quedó tumbada sobre la cama, rogando porque el malestar pasara.

-Jane -llamó a su doncella con voz queda, de repente sentía el estómago revuelto-. Jane -repitió un poco más fuerte.

Cerró los ojos, no obstante, el mareo se hizo más intenso.

Pasado un momento, en el que no obtuvo respuesta de la doncella, se obligó a levantarse. Se quedó sentada en la cama, todavía con los ojos cerrados, en espera de que el mundo dejara de girar. Cuando sintió que podía dejar la cama sin poner en riesgo su cuello, se levantó.

Abrió los ojos con cuidado, casi con miedo. Segundos después pudo enfocar la pared de madera que tenía enfrente. Sus ojos se abrieron sorprendidos al no reconocerla. ¿Dónde estaba? Miró a su izquierda, pero fue tan brusca que su cabeza lo resintió; tuvo que volver a cerrar los párpados. Vagamente recordaba las náuseas, a Jane consolándola...

¿Qué hacía ahí?

Se concentró en su respiración hasta que el mareo no fue más que un leve malestar.

Su mirada asustada se paseó entonces por el lugar. En una esquina vio un biombo, era blanco con algunas flores de distintos colores pintadas aquí y allá sin ningún tipo de orden. Junto a este estaban tres baúles; reconoció dos, eran suyos. En estos guardó sus pertenencias cuando tuvieron que dejar Pembroke para instalarse en la casa de Cornualles. Dio algunos pasos para buscar alguna prenda con la cual cubrir su semi desnudez; solo vestía el camisón con el que se acostó en casa de su madre. El contacto con la áspera y fría madera del suelo le hizo darse cuenta que estaba descalza, cosa que no percibió antes gracias a la suave alfombra junto a la cama. Buscó sus escarpines con la mirada, al hacerlo notó que aparte de la cama en la que durmió, solo estaban el biombo, una mesa, un par de sillas y... un hombre.

El rítmico golpeteo de su corazón enloqueció en ese momento. Aturdida observó al hombre sentado en un sillón al otro extremo de la habitación. Estaba recostado del respaldo, en una posición nada propia de un caballero. Su cabello estaba suelto, una mano tocaba su mejilla, casi cubriendo su boca y la otra sostenía un arma de fuego. La observaba sin decir nada, atento a todos sus movimientos.

Ella se quedó estática, con su verde mirada enlazada en la frialdad que transmitía la azulada de él. Por instinto se abrazó a sí misma, cubriéndose los brazos con las manos. Su respiración se volvió errática, superficial; aspiró una gran bocanada queriendo llenar sus pulmones, pero, al hacerlo, la sensación de mareo volvió con fuerza, haciéndole imposible concentrarse en nada que no fueran los rasgos endurecidos de él.

-Buenos días, esposa. -La voz grave de él quebró el silencio.

Esposa. El apelativo tuvo la facultad de drenarle la poca energía que poseía, habría regresado sobre sus pasos hasta la cama de no ser porque estaba segura de que, si lo intentaba, terminaría en el suelo.

-¿Te has quedado muda de repente, esposa? ¿o es que necesitas algún incentivo? -inquirió él, burlón. Movió la mano en la que sostenía la pistola y el cañón de esta quedó en su dirección, apuntándole.

Con la última pregunta, un aluvión de recuerdos bañó su mente, hundiéndola en la más absoluta desesperanza.

Ella acostada en su cama, una mano tapándole la boca, obstruyéndole la respiración y negándole la posibilidad de pedir ayuda. El miedo al despertarse aturdida e inmovilizada. La desesperación por no poder hablar ni gritar por ayuda, de no saber si seguía dormida o si era solo una pesadilla. La angustia al constatar que todo era real.

Quiero tu corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora