Capítulo 27

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El barco de la marina real zarpó con las primeras luces del alba tal como sugirió el duque de Grandchester. El Perséfone se quedó en el puerto a instancias de su excelencia. Mientras la culpabilidad de Terrence continuara siendo una mera suposición, sus bienes seguirían siendo suyos. No permitiría que lo despojaran ni que dejaran a su cuñada desprotegida.

Mientras miraba la inmensidad del océano, intentaba comprender por qué regresó al muelle. Cuando se fue, harto de los intentos del cura de ablandarlo para que ayudara a Terrence, iba con la mente puesta en ver a Amelie. Quería escuchar de ella lo que el sacerdote le insinuó. Anhelaba que le confirmara que todo lo que imaginó sobre ellos no era más que eso, creaciones de su mente embotada por los celos. Que ella jamás le dio libremente a Terrence lo que a él durante tanto tiempo le negó.

Fue ahí que comprendió el verdadero motivo de su rabia. La raíz de su furia en contra de Terrence. Pensar en Amelie disfrutando de los besos y caricias de otro hombre, de su hermano, lo ponía al borde la locura, sin embargo, era la certeza de que él tenía que rogar por algo a lo que como su esposo tenía derecho, algo que era legítimamente suyo... Y ella lo brindó con placer a otro. A alguien que no era él. Mientras a él le negaba el calor de sus caricias, a Terrence se las dio libremente.

Era eso lo que lo mataba. Era por eso que no le importaba que su relación sucediera mucho antes de conocerse ellos. Mucho antes de que se comprometieran. ¿De qué le servía que su relación terminara antes de que la tomara como esposa? ¿De qué, si ella continuaba enamorada de él?

Parado junto al barandal de proa, posó una mano sobre su corazón. Le dolía que Amelie no lo amara cuando él se consumía de amor por ella.

Y, sin embargo, ahí estaba. Ayudando al hombre que ella amaba. ¿Era acaso esto el amor?

Ni siquiera llegó a tocar la puerta de calle de la casa Wilton. Comprendió que debía ayudar a Terrence sin importar la respuesta de Amelie. Era su hermano. Se lo debía a cambio de todo lo que sufrió por culpa de las acciones de su madre. Tal vez ya no podrían tener una relación fraternal como la que él deseó desde que supo la verdad sobre su nacimiento, no obstante, haría esta última cosa por él. Lo que hiciera después de esto ya no sería asunto suyo. Él habría saldado su deuda.

***

En St. Michaels, lady Candice estaba sentada frente al escritorio de sor María. La religiosa ocupaba su asiento tras este. El padre Zachary estaba sentado en la otra silla frente al escritorio, junto a ella. Acababa de informarle sobre lo sucedido en el Perséfone, las manos del cura estrechaban las suyas, confortándola.

—Tu esposo volverá sano y salvo, querida. No te preocupes, lord Grandchester fue con él, no permitirá que sea ejecutado.

—¿Ejecutado? —repitió ella, horrorizada.

—Sí, bueno, si lo declaran culpable es muy posible que...

—Zachary, por amor al Señor, cállate —objetó sor María—. No la estás ayudando en nada. —Señaló a la dama con un gesto de la cabeza.

La cara de lady Candice había perdido todo rastro de color.

—Perdóname, hija —repuso el cura, afligido—, no me hagas caso, todo saldrá bien, ya verás.

—Debo ir a Londres —dijo ella de pronto—. No puedo quedarme aquí a esperar. —Se levantó de la silla, sus manos estrujaban la falda de su vestido.

—Candice... —la llamó sor María—, Terrence quiere que estés segura. Tranquila. Por el bien tuyo y de la criatura.

—Por favor, hermana, entiéndame. Necesito estar cerca de él, me volveré loca si me quedo aquí.

Quiero tu corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora