Capítulo 26 parte 1

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Terrence supo que algo no andaba bien desde el momento en que el Perséfone comenzó a acercarse al puerto. El muelle no ostentaba el bullicio habitual de esa hora del día. No había marineros yendo y viniendo con cajas. Los barcos fondeaban sin ningún tripulante en cubierta. Tampoco había carretas que transportaran lo que bajaban de los barcos.

Desde mediados de año, cuando el nuevo puerto fue terminado, floreció la actividad comercial de esa zona de Cornualles. Era un secreto a voces que buena parte de la población se dedicaba al contrabando, sin embargo, estaban tan bien organizados que se daban sus mañas para comercializar legalmente también y mantener lejos las manos de las autoridades.

El brillo del metal llamó su atención más allá del paseo marítimo. Agarró su catalejo que llevaba colgado de la cintura y enfocó la línea de costa. Espadas. Decenas de guardias armados estaban escondidos entre la carga diseminada en el patio del muelle. Movió el catalejo para observar mejor los barcos en el puerto. Solo eran tres, pero uno de ellos tenía los distintivos de la marina real británica. Iban por él, lo sentía en los huesos. Era muy poco probable que algún aldeano contrabandista provocara tal despliegue. No sabía lo que tenían contra él, pero seguro como que el infierno ardía que no era un comité de bienvenida.

Miró a su alrededor. Su tripulación estaba concentrada en las maniobras para llevar la embarcación a puerto. Quiso dar la orden de dar la vuelta, pero era demasiado tarde. La maniobra solo alertaría a la tripulación del barco de la marina real que estaba en el muelle, listo para zarpar tras ellos. Su intento de huida solo quedaría en eso, un intento, y le pondría en la frente el sello de culpable. Que lo era, sin embargo, no era cuestión de andarlo pregonando. Tampoco era un maldito cobarde. ¡Que lo colgaran si salía corriendo!

Llamó al Cuervo, el único de sus hombres de confianza que lo acompañaba. Sombra y el Bardo se quedaron en Skye al cuidado de las mujeres. En mala hora se echó encima esa responsabilidad. Sin ellos para cubrirle las espaldas tenía menos posibilidades de salir bien librado.

De las mujeres bajo su cuidado, solo la doncella de su esposa viajó con ellos. Era imposible deshacerse de la lengua larga, sin embargo, en esos momentos agradeció que estuviera ahí para sostener a Candice. La muchacha era leal a su esposa y estaba seguro de que la protegería con uñas y dientes de cualquiera que intentara hacerle daño. A ella y su hijo, al que tal vez nunca conocería.

Mientras el Cuervo caminaba hacia él salió a su encuentro para darle instrucciones. Pese a que el hombre no estuvo de acuerdo con la mayoría, sabía que las realizaría a pies juntillas.

Se quedó solo después de que el Cuervo se fuera a hacer los preparativos. Lo escuchó dar órdenes a la tripulación y se permitió desligarse de esa responsabilidad. Su prioridad era su familia.

Miró a su esposa. Estaba parada en el castillo de proa a unos pasos de él, mirando la línea de costa. Ese día amaneció con mejor color y con menos náuseas, no obstante, todavía no recuperaba su peso. Y no lo haría mientras no lograra mantener los alimentos dentro de su estómago el tiempo suficiente para que su cuerpo tomara lo que necesitaba. Le sabía mal la posibilidad de no estar para ella durante esta etapa tan difícil. Sacudió la cabeza. No podía dejarse caer en ese pozo o no saldría.

Devolvió su vista a la mujer que era todo su mundo y se quedó un momento con la mirada fija en su perfil, absorbiéndola a través de sus ojos anhelantes. No se engañaba sobre el resultado de sus planes, esa podría ser la última vez que tenía el placer de verla. Ella debió percibir la intensidad de su mirada porque en ese instante giró un poco la cabeza y le obsequió esa sonrisa que lo hacía ponerse de rodillas y dar gracias por la dicha de tenerla en su vida. Tendió una mano hacia ella, invitándola a ir con él. La vio inclinar la cabeza hacia un lado, sus pómulos brillaban con un cándido tono rosa y su sonrisa se transformó en una recatada. Un profundo deseo de tocarla le hormigueó los dedos, era quizás la última vez que podría sentir su piel cálida bajo la suya.

Quiero tu corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora