Epílogo

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Londres, junio de 1727 (casi año y medio después).

El rey había muerto.

La noticia se esparció entre la nobleza con la misma rapidez con que el fuego consumía la pólvora en la mecha de sus cañones. El monarca iba de camino a Hannover cuando una apoplejía terminó con su vida. Fue enterrado en la capilla del palacio de Leine.

El fallecimiento de George I cimbró la estabilidad que logró durante el último año. Tras su detención y encierro en la torre de Londres, permanecieron en la ciudad con el fin de que su esposa tuviera los cuidados necesarios durante su periodo de gestación y porque, según Anthony, era importante que tuviera una audiencia con el rey para detallar los términos de su patente de corso.

—La patente no es un acto de misericordia del rey —explicó lord Grandchester en aquel momento—. La corona busca un beneficio y dado que no estabas enterado, todavía no le has redituado en nada.

A regañadientes aceptó que tenía razón.

Así que cuando las sesiones del parlamento iniciaron en primavera y el rey regresó a su palacio de Londres pocas semanas después, solicitaron una audiencia. Esta les fue concedida casi un mes después de haber sido solicitada.

Acordaron que sería lord Grandchester quien hablara en primer lugar, puesto que ninguno de los dos confiaba en el temperamento de Terrence.

En la audiencia el duque explicó con mucho tacto el motivo de esta. Mostrando en todo momento que el único deseo de su hermano era retribuir la generosidad de su majestad. Hecho que complació al rey en sumo grado.

Ese día, Terrence entregó más de la mitad de sus riquezas a la corona. Era el pago que correspondía a cambio de la venia del rey para saquear galeones españoles y franceses. Para él, era un pequeño precio a pagar para tener un futuro al lado de su familia.

Pero ahora el rey estaba muerto.

Pensó en su pequeña hija, en esa hermosa niñita de sonrisa desdentada que tenía la capacidad de ponerlo de rodillas.

Una opresión se asentó en su pecho ante la posibilidad de que la vida como la conocía desapareciera.

—¿Qué pasa, esposo? —Lady Candice entró sin llamar al despacho en su casa de Londres.

Estaban ahí debido a las sesiones del parlamento. Después de concederle casi todo su patrimonio al rey, Anthony le entregó todas las posesiones que le correspondían como conde de Graham. Sin embargo, con eso también llegaron las responsabilidades del título. El suyo era un título de cortesía, no tenía un escaño en el parlamento, pero Anthony insistió en que se familiarizara con las actividades propias de un lord.

—¿O es que piensas retomar tus antiguas actividades? —le había preguntado cuando él se negó a convertirse en un estirado aristócrata.

Miró a su esposa caminar hacia él y recordó su mirada llena de pánico tras la pregunta de Anthony. Meses atrás le aseguró que ya había dejado esa vida, que tenía riquezas para vivir diez vidas, sin embargo, el miedo de ella estaba ahí, tan real como su entonces vientre abultado.

—¿Qué te pasa, amor mío? —preguntó lady Candice en el presente al no obtener respuesta de Terrence, su expresión preocupada comenzaba a preocuparla a ella también.

—El rey ha muerto —respondió tomándola de la mano para acercarla a él y poder abrazarla.

—Que el Señor le dé descanso a su alma —deseó ella—. ¿Por eso estás así?

Terrence negó. No es que le apenara el fallecimiento del monarca como supuso ella.

—Me preocupa el nuevo rey.

Quiero tu corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora