Capítulo 31

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Sí, el Cholo se acordaba. Diego y Leo dejaron a Dora y a Lucía en la panadería y fueron hasta su casa. El Cholo Pellegrini era amigo del padre de Leo y vivía en La Boca, en Río Cuarto y Patricios.

_Cómo no me voy a acordar, con esa facha.
Tu viejo lo vio primero que yo; estábamos charlando en la puerta del taller, cuando lo ve venir. Ya lo conocés a tu viejo, algún chiste tenía que hacer. Ahí viene Chirolita, me dijo, y yo me di vuelta y no pude aguantar la risa. Más que nada por el saco a cuadros. Igualito, che. No sabés.

_¿Quién es Chirolita? -preguntó Diego.

_Andá a saber -dijo Leo-. Alguien de la época de ellos, seguro.

_Sí, señor, y a mucha honra. Chirolita era el muñeco de un ventrílocuo y se parecía bastante al coso este.
Estaba en la televisión, lo veía todo el mundo.

_¿Y hasta dónde lo seguiré a Chirolita? -preguntó Leo.

_No lo seguí a propósito, che. Íbamos para el mismo lado. Cuando llegué a mi casa, el tipo ya había cruzado a la vereda de enfrente y vi que doblaba por Hernanderias.

_Si ahí ya no hay nada, loco. ¿A dónde fue? ¿Se tiró al Riachuelo?

_Hay unos galpones, un taller que hace rato que está cerrado... Sí, prácticamente no hay nada más -concluyó el Cholo.

Hernanderias terminaba en el Riachuelo. En la cuadra que iba de Río Cuarto a Pedro de Mendoza, todo lo visible podía resumirse en una palabra: desolación. De un lado, dos galpones -o fábricas abandonadas, vaya a saber- con techo de chapas, grandes puertas metálicas y unas ventanitas altas con los vidrios rotos; después, una construcción de ladrillos que, según el Cholo, había sido un taller y ahora estaba abandonado. En la vereda de enfrente, más abandono: una casa con las puertas y ventanas tapiadas, seguramente para evitar que fuera intrusada, y un largo paredón. Nada más.

_¿Adónde iba el coso este? -dijo Leo, mirando a un lado y a otro de la calle.

_¿Vivirá en uno de los galpones?

_O en el taller. La casa, imposible. A menos que tenga una entrada por el techo

_Sí, y cómo sube chabón. No ves que no hay ninguna escalera.

_Era un decir, loco. Para mí que acá no vive nadie. ¿No ves que no hay nada?

_¿Tenés las ganzúas, todavía?

_¿Vos te crees que me quiero suicidar? No, loco, se las di a Alfredo, el primo de mi vieja.

_¿Qué, es chorro?

_No, boludo, es cerrajero. ¿No sabías que los cerrajeros usan ganzúas?

_Sí, sabía, chabón. No te enojés, dale.

_¿Empezamos por el taller o los galpones?

_¿Empezamos qué? Si decís que no tenés las ganzúas...

_No, loco, pero tengo orejas. Y vos, también. Si adentro hay alguien, seguro que algo escuchamos.

_Bueno. Los galpones. Vamos.

El sol de la tarde daba de lleno en los vidrios rotos de las ventanas. Lástima que estaban demasiado altas. Imposible trepar sin una escalera. Los galpones eran semejantes uno al otro. Diego y Leo se apoyaron, cada uno contra un portón, la oreja pegada al metal frío y despintado. Se quedaron en esa posición unos segundos. Nada, aparte del silencio. Ni un murmullo, ni pasos, ni suspiros.

_El taller, loco. Para mí que el coso vive en el taller.

_¿Por qué?

_Por que es más chico. Los galpones son muy grandes. Además...
Leo dejó la frase en suspenso y fue hacia la parte de atrás del taller.

_¡Vení, loco, ya me imaginaba yo! -le grito a Diego.
Una puerta y una ventana con rejas ocupaban casi toda la pared trasera del taller. Los vidrios de las ventanas estaban pintados de negro. Leo apoyaba su oreja derecha sobre la puerta.

_Acá tampoco hay nadie -dijo

_La cerradura, chabón.

_Te dije que no tengo las llaves.

_La cerradura para mirar, salame.

La puerta era vieja, de madera y estaba asegurada con un candado. El ojo de la cerradura quedaba al descubierto. Diego se agachó. Por la parte superior de la ventana  metálica del frente entraba luz, poca, la suficiente como para distinguir algo en el piso. Una forma, parte de un objeto, un diseño, quizás un color o varios.

_Uy, loco. Mirá, el saco de Benito. Me parece que el tipo está tirado en el piso.

_A ver, correte... Uy, sí. Hay que llamar a la cana...

_La primera vez en tu vida que querés llamar a la cana, loco.

_Así la cortamos de una vez por todas. ¿Qué hacemos, si no?

Diego llamó al 911 y simplemente dijo que había encontrado el cadáver del cómplice del asesino de Barracas. Quince minutos después aparecieron dos patrulleros con la sirena a todo lo que daba y cuatro policías con armas largas en cada auto.

_¿Para qué tanto escándalo, si el tipo está muerto? -le dijo Leo a Diego -. Si llegaba a estar vivo se venían con un tanque.

Mientras siete policías apuntaban hacia la puerta, el octavo rompió el candado de un culatazo y la abrió de una patada. La luz del atardecer entró en el taller, iluminándolo a medias. No hizo falta más. El saco a cuadros de Benito estaba ahí, en el piso; Benito, vaya a saber dónde.

_¿Y el muerto? -preguntó el policía.

















Solo 2 capítulos restan. Bye.

La Tercera Puerta (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora