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Demet se despertó a la mañana siguiente y contempló el cuerpo de Dilan, que aún dormía, con una mirada soñolienta. Apoyó la cabeza en su cálido pecho mientras analizaba mentalmente su relación. Como cualquier persona, él tenía sus rarezas. Sabía que se acostumbraría a ellas, pero de momento, ese estilo de vida tan acelerado le resultaba difícil.

Al principio, sus peculiaridades no parecían ser tan importantes porque su relación se había desarrollado en su propio mundo, pero ahora que ella vivía en el suyo, tenía que aceptar
muchas cosas. Ser una novia trofeo no estaba entre sus metas. Sin embargo, desde que se había mudado a Nueva York, parecía que Dilan la había relegado a ese papel. Cuando salía con él, la exhibía a los pocos amigos suyos que había conocido. También se había percatado de un aspecto posesivo en su conducta. En ocasiones, esa posesividad era adorable, algo que suele hacer un novio y no pasa de ahí, pero la mayor parte del tiempo se le antojaba controlador y confuso.

No obstante, en ese momento, mientras sus sentidos lo iban asimilando y pensaba en el bien que había hecho, aceptó la relación tal y como era. Se dio cuenta de que lo que le había dicho la noche anterior era verdad. Tenía que estar en Nueva York con Dilan. Lo amaba. No había una sola fibra en su alma que pensara que podía vivir otra vez lejos de él.

Teniendo en cuenta que no tenían tiempo para salir a desayunar, Demet acabó cocinando para los dos. Después de limpiar, Dilan se fue a trabajar. Ella se preparó para su turno y llamó a su hermana, Asli, que vivía en California. La echaba muchísimo de menos. Asli era diez años mayor que ella y era como su segunda madre. Seis años antes se había casado con su amor del instituto, Joel. Debido a la ausencia de su padre, era a Joel a quien Demet recurría en busca de la ayuda que debería haberle dado su propio padre si hubiera estado allí.

Asli y Joel significaban muchísimo para ella. Verles antes de que su madre muriera había sido difícil, pero estar literalmente en extremos opuestos del continente significaba que sus visitas serían menos frecuentes. Sin embargo, habían acordado una fecha para encontrarse de nuevo dentro de unos meses.

Cuando terminó la llamada, Demet se subió a un taxi y se fue directa al trabajo. Mientras se acomodaba durante el trayecto, se vio a sí misma acordándose de lo mucho que su madre quería ir a Nueva York. Incluso llegó a reservar entradas para un espectáculo de Broadway, pero cayó enferma poco después. El rápido progreso de su enfermedad le impidió ir. Era un pensamiento agridulce. Allí estaba ella, en la ciudad a la que su madre ansiaba ir, pero no estaban juntas. Mientras entraba en el restaurante, Demet intentó apartar de su mente el dolor que invadía sus pensamientos.

—¡Hola! ¿No dices ni ciao? —preguntó Roberto, el cocinero italiano—. Tu mi piaci. Me gustas molto.

—Hola, Roberto. —Se rio—. Tú también me gustas.

Se ruborizó mientras Demet fichaba. Alina le dijo que como el día anterior se había dejado la piel currando, habían decidido que era lo bastante capaz para tener su propia sección. Sus primeros clientes fueron unos agentes de policía de Nueva York.

Antonio la observaba atentamente mientras se acercaba a ellos.

—Hola, me llamo Demet. Hoy les atiendo yo. —Sonriendo, sacó un bolígrafo y un bloc de notas del delantal—. Señores, ¿espero para tomarles nota o saben ya lo que van a pedir?

El agente mayor, un hombre con el pelo entrecano, le devolvió la sonrisa.

—No eres nuestra camarera de siempre.

—No, señor, no lo soy. Empecé a trabajar aquí ayer, así que, caballeros, pónganmelo fácil, ¿de acuerdo? —Demet señaló por encima del hombro a Antonio—. Mi jefe me está mirando.

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