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—Can, ¿puedes continuar y responder la pregunta del señor Rosendale en referencia a nuestro enfoque?

Sin avisar, la voz de Osman penetró en los pensamientos de Can, pensamientos perversos que lo habían estado consumiendo durante las últimas dieciséis horas, desde que
Demet le hubo explicado lo que Dilan le había hecho. Ahora estaba en una reunión, rodeado de ejecutivos en representación de una de las gigantescas farmacéuticas del país —que necesitaba una campaña publicitaria a lo grande—, así que Can sabía que debía prestar atención. Pero no lo hacía. Su mundo se había puesto patas arriba; le habían arrancado el corazón. No había palabras adecuadas que pudieran siquiera llegar a expresar su estado anímico aquella mañana de viernes.
Su estado anímico falto de horas de sueño, claro.

En la oscuridad, Can se había quedado mirando al techo mientras abrazaba a Demet. Escuchándola respirar suavemente y bien despierto debido a la adrenalina que le corría por las venas, intentó olvidar las imágenes que tenía en la cabeza de Dilan haciéndole daño. Pero por mucho que lo intentara, no funcionaba. Su cerebro le estaba jugando una mala pasada y no podía dejar de pensar en las ganas que tenía de notar la sangre de Dilan en las manos.
Había estado furioso hasta el amanecer. Nunca habría creído posible que el suave cuerpo de Demet, entrelazado con el suyo, no pudiera alejarlo del precipicio de destrucción homicida hacia el que tantas ganas tenía de saltar. La noche anterior fue prueba suficiente de que, aunque abrazarla había calmado ligeramente la ira que tenía incrustada en las entrañas, ella no podía extinguir la llama del odio.

Osman repitió lo que acababa de decir y trajo a Can de vuelta al presente. Este levantó su pesada cabeza y clavó los ojos en su hermano: lo estaba mirando con una expresión de confusión. Can rebuscó entre el papeleo que tenía frente a él. Cuando oyó a uno de los cuatro señores que había sentados al otro lado de la mesa aclararse la garganta, Can rompió el silencio.

Negó con la cabeza y devolvió la mirada a Osman.

—No. No puedo responder a su pregunta. —Tiró el fajo de papeles sobre la mesa de reuniones—. ¿Por qué no la respondes tú y les das la información, Osman? —No fue una pregunta educada, sino más bien una afirmación que decía «Ahora no es el momento de tocarme los cojones».

La cara del hombre de mayor edad palideció y se volvió del mismo color que su pelo: blanco. Y una vez más el silencio se instaló en la habitación.
Osman carraspeó. Lo miraba con el ceño fruncido, visiblemente molesto. Luego apartó la mirada de Can a desgana y la enfocó en los impacientes ejecutivos.

—Mis disculpas, caballeros. Parece que mi hermano se ha levantado con el pie izquierdo esta mañana. —Osman se encogió de hombros y esbozó una sonrisa de suficiencia. Miró a Can de reojo; el humor había reemplazado el agravio de antes—. Está claro que anoche no mojó.

En cuestión de segundos, la mesa estalló en un coro de risas, pero ninguna pertenecía a Can. Aunque quería darle un puñetazo al cabrón de su hermano por el comentario malintencionado, se sorprendió de la rapidez y del ingenio de su respuesta. Osman siempre había tenido un don en ese aspecto, y Can tenía que reconocer que sabía aliviar la tensión en la oficina. Can copió la sonrisilla estúpida de su hermano mientras se acomodaba en el respaldo del asiento y se masajeaba, cansado, la barbilla. Puso su atención en el reloj de pared e ignoró el rollo que Osman les estaba soltando en un intento de ganarse uno de los contratos más grandes que Industrias Yaman podría firmar. El dinero era lo último en lo que pensaba Can mientras miraba la hora. Las once y cuarto. Faltaba algo más de una hora para ver a Demet. Anoche, antes de quedarse dormida, sugirió que salieran a almorzar a una cafetería pequeña de Battery Park, ya que hoy terminaba pronto de trabajar. Él sabía que estaba intentando calmar sus nervios. Esa era una de las tantas cosas que adoraba de ella; cómo lo tranquilizaba. Y cómo la amaba, joder. Lo daría todo por ella. Cruzaría el mundo entero en menos que cantara un gallo si así se lo pidiera. No tenía límite que alcanzar o cruzar para hacerla feliz. Ahora solo tenía que convencerla de que se merecía todo eso y más.

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