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Demet se convenció de que estaba mentalmente preparada, pero no podía haber estado más equivocada. Mientras ella y Dilan saludaban a sus invitados la noche de su fiesta de compromiso, el miedo empezó a provocarle vértigo. Se miró el reloj y una ristra de emociones empezó a pasar por su mente, consciente de que pronto vería a Can. El peso de las emociones hacía que se sintiera como si sus nervios se estuvieran deshilachando como una cuerda, fibra a fibra. El torbellino de pensamientos frenó al sentir la suave caricia de Dilan en su brazo. Tenía que centrarse en él toda la noche, y solo en él, por más difícil que resultara.

—¿Estás bien? —preguntó Dilan, arrastrándola a un abrazo. Le plantó un beso en los labios y le apartó el pelo de los hombros.

—Sí, estoy bien —respondió ella, deslizando las manos bajo las solapas del traje negro de Dilan.

—Bueno, estás preciosa esta noche —canturreó él—. Puede que seas mi postre cuando todo esto acabe.

—Te he oído, Dilan —irrumpió la voz de Asli que cortó hasta el aire. Una ceja arqueada enmarcaba sus ojos avellana—. Por favor, evita llamar postre a mi hermanita.

Dilan sonrió entre dientes y estrechó más a Demet.

—Pero es que es tan… apetecible, Asli. En serio, siempre quiero más.

Demet sacudió la cabeza y se rio.

—Está bien, no quiero escuchar lo apetecible que es, en serio. —Dio un empujoncito al brazo de Demet para librarla del abrazo—. Me gustaría hablar con mi hermana en privado un segundo, si te parece bien.

—Toda tuya —dijo él, tras lo cual le dio un último beso en los labios a Demet.

Asli la cogió de la mano y la hizo cruzar entre el barullo de invitados hacia la sala de banquetes. Demet no dejó de sonreír y saludar durante todo el trayecto. Mientras las hermanas se abrían paso a través de los invitados, Demet se dio cuenta de que los padres de Dilan no habían reparado en gastos. El restaurante estaba realmente precioso. En un rincón, al lado de una enorme ventana que daba al puerto de Nueva York, se erigía una barra de caoba. Había sofás de piel roja y sillones orejeros a juego repartidos por toda la sala. Había candelabros decorativos colgados en las paredes y una exquisita araña a media luz presidía el lugar. Junto a un piano de cola Mignon, que lanzaba las notas al aire, había una chimenea chisporroteante que confería un carácter romántico a la velada.

Doblaron una esquina, se metieron en un salón vacío y Asli cerró la puerta. Entonces, con las manos sobre los hombros de Demet, endulzó la mirada con preocupación y dijo:

—Sé que estás hecha un manojo de nervios.

Demet hizo aspavientos con una mano y sus labios esbozaron una nimia sonrisa.

—¿Tan obvio es?

—Para los demás no, pero yo te conozco mejor que nadie —respondió suavemente, y le cogió la mano—. ¿Ha llegado ya?

—No. Créeme, cuando llegue, lo sabrás —contestó Demet, con una sonrisa nerviosa. Se mordió el labio, hizo una pausa y relajó las facciones—. Desearía que mamá estuviera aquí, Asli.

—Ay, cariño, y yo —susurró Asli, que se inclinó para abrazarla. Demet la estrechó entre sus brazos y esa calidez les recordó a la mujer a la que todavía lloraban. La pena se inflamó en el pecho de Demet como un morado reciente—. Pero, si estuviera aquí, te diría que hicieras lo que te pide el corazón. No te facilitaría la decisión. Tú tienes que saber, como mamá sabría, si esto es lo que quieres.

Con un atisbo de duda, ella respondió:

—Sí, es lo que quiero.

—De acuerdo, entonces, vamos a disfrutar de la fiesta. —Asli agarró a Demet de la mano y echó a andar para volver al comedor principal.

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