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Demet apoyó la cabeza contra la ventanilla del taxi mientras contemplaba las luces de Manhattan con los ojos llenos de lágrimas. Cual imagen borrosa, se le pasó por la cabeza la mirada de Can antes de darle la espalda y marcharse hacía tan solo unas horas. Cuanto más se acercaba a su edificio y más se alejaba de su pasado con Dilan, más sentía que su cordura y su corazón pendían de un hilo. Inquieta, no dejaba de moverse y miró la brillante luz verde del reloj digital: era casi la una de la madrugada. Un destello de esperanza la embargó entonces y cerró los ojos, rezando para que Can la aceptara de nuevo. Cuando el taxi se detuvo frente a su bloque, cogió la cartera y sacó un fajo de billetes. Pagó al taxista sin fijarse en la cantidad, abrió la puerta y salió a la calle, donde la recibió el aire frío de noviembre.

—¡Oiga! —gritó el hombre de Oriente Medio—. ¡Cierre la puerta, señora!

Demet lo oyó, pero no le hizo caso. Seguía andando; arrastraba los pies, directa hacia lo que esperaba que fuera un nuevo comienzo. Un futuro nuevo con el hombre sin el que sabía que no podía vivir. Abrió la puerta y cruzó el vestíbulo. Con una mano temblorosa, pulsó el botón para llamar al ascensor. Tenía los nervios hechos polvo de amor y de ansiedad. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, entró y se apoyó contra la pared; se sentía agotada física y mentalmente. Las lágrimas no dejaban de caer mientras trataba de dejar de temblar. No estaba segura de cómo reaccionaría Can, pero se esforzó por respirar con normalidad.
Intentaba aplacar las emociones perversas que la consumían. Se abrieron las puertas a lo que sería un nuevo comienzo… o un fin.

Con los pies pegados al suelo, se quedó paralizada un momento mirando fijamente la pared del pasillo. No fue consciente de que las puertas se cerraban. Algo mareada, levantó la mano para volver a abrirlas y salió despacio. Se dio la vuelta y al fijar la vista en el ático de Can, empezó a barajar todos los resultados posibles. Intentó concentrarse en lo que él le había dicho para que el miedo fuera menguando mientras se acercaba. Con cada paso se aceleraba más. Cuando se plantó frente al piso, volvió a sentir un miedo atroz que se le instaló en el pecho. Nerviosa, llamó a la puerta: cada golpe iba al compás de los latidos de su corazón. Se secó las lágrimas mientras temblaba de pies a cabeza. Los minutos iban pasando y como no oía respuesta alguna, volvió a llamar, esta vez más fuerte.

—Contesta, por favor —dijo en voz muy baja al tocar el timbre.

Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Le echó un vistazo a la mirilla y se lo imaginó observándola desde el otro lado. La idea de que estuviera mirándola le dio una punzada de dolor.

—Por favor —sollozó, al tiempo que volvía a tocar al timbre—. Can, por favor. Te amo. Lo siento mucho.

Nada. Aún le temblaban las manos cuando metió la mano en el bolso y sacó el móvil. Marcó su número y, con los ojos fijos en la puerta, oyó como daba señal una y otra vez.

—Has llamado a Can Yaman. Ya sabes qué hacer.

Se le cayó el alma a los pies al oír su voz. Esa voz dulce que la perseguiría el resto de su vida si no la aceptaba de nuevo. Esa voz dulce y suplicante que le había rogado que lo creyera, que confiara en él. Colgó, volvió a marcar y la escuchó una vez más. No dijo nada. No podía. Solo escucharía su respiración agitada, pero no palabras. No tenía.

Se llevó una mano a la boca al comprender que no la perdonaría. Durante unos momentos angustiosos, se quedó en silencio y entonces el dolor le estalló en el pecho. Empezó a llorar a mares y su llanto resonó por todo el pasillo. Retrocedió y notó que chocaba de espaldas contra la pared. Miró la puerta; el recuerdo de su rostro estaba grabado a fuego. Las punzadas de dolor le perforaban las entrañas mientras, poco a poco, volvía a entrar en el ascensor con el corazón destrozado.

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