Epílogo

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Al cabo de un año espectacular Can introdujo la llave en la cerradura y al entrar lo envolvió el sabroso aroma de la comida casera. Estaba impresionado por lo mucho que Demet había mejorado en sus dotes culinarias durante el último año. Le había dicho que acabaría dominando la cocina y lo había conseguido con creces. Nunca tendría las agallas para decírselo a su madre, pero creía que la lasaña de Demet hacía que la que cocinaba su madre pareciera de las congeladas. Sin que se diera cuenta, entró en la cocina y se la quedó mirando con adoración mientras sacaba el asado del horno.

Dejó el maletín sobre la mesa y la recorrió con la mirada, desde sus tacones negros, pasando por sus piernas torneadas, hasta donde le llegaba la falda, unos centímetros por encima de las rodillas, y llegando al contorno de su hermosa mandíbula. Ella: su ángel, su ángel andante y cautivador. Demet clavó un termómetro para carne en el asado que aún chisporroteaba. Seguramente se había quemado, porque Can la oyó jadear. Tal vez las dotes culinarias posibles de su ángel no fueran tan buenas como pensaba, pero eso le daba igual. Seguía volviéndolo loco.

Se le acercó por detrás, le rodeó la cintura con los brazos y escondió el rostro en su cuello.
Demet se sobresaltó y él se rio entre dientes.

—¿Te he asustado? —susurró, pasándole los labios por el cuello—. ¿Te ha mordido el asado? Si es así, te juro que me lo cargo.

—Sí, me he asustado —repuso y se dio la vuelta para mirarlo. Sonrió y le puso el índice en los labios. Él se lo chupó poco a poco; con la lengua consiguió aliviar el escozor de la
quemadura—. Y sí, me ha mordido, pero prefiero que no te cargues nada hoy. —Le sacó el dedo de la boca y enarcó las cejas de forma seductora.
Can la empujó ligeramente contra la encimera y sus hambrientos ojos se centraron en sus labios carnosos. Le desató el delantal por la cintura y lo dejó caer al suelo.

—¿Dónde está Noah?

Demet lo abrazó por el cuello.

—Tus padres lo han recogido, así que esta noche podemos celebrar tu cumpleaños como es debido, abuelo.

Él sonrió, agachó la cabeza y la besó en la boca. Ella gimió y Can le subió la pierna y la colocó alrededor de su cintura.

—¿Abuelo? —preguntó entre besos—. Tengo treinta años. Y no nos olvidemos de todos esos momentos de «Por favor, Can, sigue y no pares» tan intensos y satisfactorios —dijo sin dejar de besarla y de mordisquearle el  lóbulo— que este abuelo te ha dado.

—Mmm. Sí, me has regalado bastantes momentos de esos —ronroneó ella. El deseo empezaba a desplegar sus alas en su interior. La besó aún más y comenzó a desabrocharle la blusa. Ella cerró los ojos mientras él le pasaba los labios por la mandíbula, luego por el cuello y acababa bajando hasta la curva de su pecho. Ella le enredó los dedos en el pelo—. Can, espera, quiero que abras tu regalo primero.

Demet jadeó y se mordió el labio.

—Pensaba que ya estaba abriendo mi regalo. —La levantó y la sentó sobre la  fría encimera de granito, y se la colocó entre las piernas. Al lamerle la boca, gimió, y todo él se llenó del calor que ella emanaba—. Soy el cumpleañero, lo que significa que tengo la última palabra. Quiero sexo, mucho sexo. Ahora mismo, con mi esposa aquí sentada.

Demet ladeó la cabeza para que pudiera devorarle el cuello y volvió a gemir al tiempo que le rodeaba la cintura con las piernas. A pesar de su ruidosa respiración, oyó cómo se le caían los zapatos al suelo de madera. Can la besaba con más intensidad y le estaba costando muchísimo contenerse, pero sabía cómo convencerlo.

—¿Qué me dices si tu esposa incluye sexo salvaje en el regalo que tiene para ti? ¿Te parece bien?

Can le dio un mordisquito en el labio y la miró a los ojos durante un buen rato. Al final la soltó y retrocedió ligeramente con una sonrisa de oreja a oreja.

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