Final

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Tiempo. Demet nunca lo vio de la misma manera después de la muerte de su madre. Ahora que su progenitora no estaba, que había desaparecido como el vapor, el tiempo tenía un significado nuevo para Demet.

Al cerrar la puerta del ático después de entrar, se preguntó dónde habían ido a parar los últimos siete meses. El tiempo había volado, como engullido por un agujero que se llevaba hasta los recuerdos y solo dejaba atrás las hermosas huellas de Noah. Como las estrellas fugaces en el cielo, el bebé había dejado un rastro bellísimo en su vida de muchas formas. Miró amorosa a Noah, sentado como el niño cada vez más grande que era, que le daba la mano a Can. Después de cubrir de saliva un cubo de la construcción con la que estaba jugando, el bebé se lo arrojó a Can a la cabeza. Tendido en el suelo junto a él, y con una risita, este fingió tristeza mientras miraba a su hijo.

En esa plácida tarde de domingo, a Demet se le pasaron varias cosas por la cabeza y rio. Uno: Can tuvo suerte de llevar puesta la gorra de los Yankees. Dos: Can tuvo aún más suerte de que el cubo con letras fuera de algodón. Tres: rodeado de juguetes de un extremo del salón al otro, Can estaba para comérselo con esa gorra y los pantalones de pijama. Sí.
Aunque el tiempo pasaba más deprisa de lo que podía asimilar, cada instante era magnífico.

—Mira quién ha llegado, Noah —anunció Can, que se levantó del suelo para sentarse en el sofá. Sonrió a Demet y se ajustó la gorra de béisbol—. Y nos ha traído regalos. ¿Nos darás de comer, mamá?

Ella sonrió a ambos y dejó dos bolsas de cartón llenas de comida en la encimera.

—Pues eso depende. —Sacó una hogaza de pan de centeno—. ¿Está doblada la ropa?

Can arqueó una ceja.

—Mi hermano tenía razón. Me has domesticado.

—Lo interpretaré como un sí. —Guardó la lechuga en la nevera y puso los brazos en jarras—. Y no me mientas. Te encanta que te domestique.

Can rio entre dientes e intentó alcanzar el periódico que estaba al otro lado de la mesa.

—Sí, jefa. Para serte sincero, ha sido él quien ha doblado la ropa. —Abrió el periódico y asomó los burlones ojos por encima de la sección de deportes—. Pero hemos hecho una votación y estamos de acuerdo en que los dos estamos cansados de doblar ropa.
Queremos que vuelva la asistenta. —Sonrió con los hoyuelos marcados y miró a Noah—. ¿A que sí, pequeño?

Con una mano aferrada a un sonajero de payaso y la otra metida en la boca, Noah movió la cabeza.

—¡Ese es mi niño! —Can rio y luego miró a Demet—. ¿Ves? Ahora estás en inferioridad numérica, cariño. Hemos ganado. Voy a llamar a Leslie para volverla a contratar a tiempo completo y no hay más que hablar.

Demet se quedó boquiabierta y luego se rio.

—Esto es una conspiración en toda regla. Si ya me fastidia que tengas al niño vestido con un mono de los Yankees, ¿ahora vas y lo pones en mi contra? Qué fuerte me parece. Eres pura maldad.

Can soltó una risa maléfica y mirándola, sonrió de esa forma tan deliciosa que la había embelesado cuando lo conoció.

—Oye, que ya hace tiempo que lo sabes —recordó él encogiéndose de hombros y guiñándole un ojo—. Y te encanta mi maldad.

Ella negó con la cabeza y siguió sacando comida de las bolsas. Estaba de acuerdo. Le encantaba todo en él: lo malvado y lo no malvado.

—Demet —la llamó y la distrajo de una revista de cocina que estaba hojeando. En la cola para pagar en el súper, le había llamado la atención una receta de pollo cremoso al horno. A diferencia de las dos últimas veces, estaba decidida a preparar una cena para esa noche que no los intoxicara—. ¿Qué tiene Noah en las manos?

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