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La brillante luz del sol que se filtraba por las cortinas de la ventana despertó a Demet de una de las mejores noches que había vivido hacía meses. Con un largo y pausado estirón y una sonrisa en el rostro, empujó las sábanas que le apretaban el pecho, se sentó y se apoyó en el cabecero. Miró alrededor del gran dormitorio en busca de Can y entonces reparó en el ruido de la ducha; se deleitó con lo increíblemente bien que se sentía.

En general no solía preocuparle mucho el aspecto que tenía al despertar, pero esta mañana era otro cantar. Como sabía que el pelo debía de parecer un nido de ratas y que llevaría el maquillaje corrido, salió de la cama rápidamente llevándose las sábanas consigo para mirarse al espejo. Cuando sus pies descalzos tocaron el frío suelo de mármol, también se toparon con algo más. Bajó la vista y encontró una caja grande con un lazo rojo alrededor. La cogió y volvió a sentarse en la cama. Iba dirigida a ella, bueno, mejor dicho, a Emily.

—Menudo listillo. —Se rio.

Sacudió la cabeza y al empezar a abrir la caja reparó en que algo se movía en la distancia. Se fijó y vio a Can salir del cuarto de baño con una toalla de algodón blanco alrededor de la cintura. Tragó saliva, se ciñó las sábanas alrededor del pecho y se apoyó en el cabecero.
Can se pasó la mano por el pelo mojado y sonrió desde el otro extremo del dormitorio; se le marcaron los músculos del abdomen al estirarse. Ella le devolvió la sonrisa con timidez y lo observó con detenimiento: decir que estaba guapísimo era quedarse corta. No podía evitar comérselo con la mirada, era imposible. Era un adonis y no solo por su cuerpo, sino también por su rostro. Esa mandíbula y la barba de dos días contribuían más a su masculinidad… y a acelerarle la respiración a ella. Y, ay, ese tatuaje, por Dios.

—Ah, has encontrado el regalo —dijo y sonrió.

Demet arqueó una ceja.

—Bueno, he encontrado un regalo para Emily, pero sí.

Él se acercó a la cama riéndose y se sentó a su lado.

—Si no me equivoco, fuiste tú quien dijo que te lo recordaría el resto de la vida; solo cumplo mi parte del trato. —Demet negó con la cabeza y le dio un golpecito en el brazo. Él se rio y le puso un mechón de pelo detrás de la oreja—. Mmm, sabía que estarías preciosa recién levantada.

Ella se mordió el labio, visiblemente avergonzada, y apartó la vista.
Can estaba hipnotizado por sus ojos y alucinaba porque ella no era consciente de lo hermosa que era. Sus labios color rojo, esos hermosos ojos y las sutiles curvas de su cuerpo eran un auténtico regalo para sus sentidos. Cuando la contemplaba, el corazón le latía desbocado y sus ojos trazaban hasta el último centímetro de su rostro. Y no solo era por su belleza física; le gustaba de pies a cabeza, hasta cómo olía su piel. Ay, lo que haría por conseguir siquiera ese aroma… Le había proporcionado un agradable calor toda la noche, como el de una chimenea en invierno, y estaba dispuesto a sacrificar lo que fuera por tenerla.

Ella volvió a mirarlo y se le pasaron por la cabeza los incontables pensamientos y ensoñaciones que había tenido sobre este mismo momento: compartir con ella sus deseos y que ella hiciera lo mismo, confiando el uno en el otro como solo lo hacen dos personas que se aman.
Can estaba eufórico. Ni todo el dinero del mundo podría comprar un sentimiento así. Le puso la mano bajo la barbilla y la miró a los ojos.

—Estás preciosa —susurró mientras le volvía la cabeza con cuidado.

Lentamente, le rozó los labios en un beso apasionado pero gentil. Demet le tocó el pelo, del que tiró ligeramente pero con la fuerza suficiente para que gimiera en la boca de ella. Se quedaron allí sentados besándose como dos adolescentes, felices con eso… no hacía falta más: solo besarse. Después de unos minutos deleitándose con el sabor mentolado de sus labios, Demet se apartó. Can la miró embelesado, como si le hiciera el amor con la mirada.

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