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Demet se despertó cuando la brillante luz del sol que se filtraba entre las persianas le dio de lleno en el rostro. Can y ella no recibieron la luz con mucho agrado, ya que se habían quedado despiertos hasta altas horas de la noche. Acomodada contra el pecho de Can, escuchó su serena respiración, que siempre la tranquilizaba. Pero aquello solo duró un rato. Los pensamientos le azotaron la mente igual de molestos que la interrupción temprana del sueño. Los recuerdos de la Navidad pasada la asaltaron, del día que se pasó en el hospital junto a su madre, que apenas era capaz de respirar. Dilan también estaba allí, en su mente, amargándola.

Alzó la cabeza y miró el precioso rostro de Can. Estaba muy agradecida por tenerlo a su lado. Aunque estaba más feliz que nunca, su humor cambió cuando un vacío se clavó hondo en su corazón. No quería mirar atrás, pero los fantasmas del pasado no le permitían avanzar.
El dolor que sentía por su madre la agobiaba como una habitación oscura, y le traía una sombra de tristeza. Salió de la cama para intentar escapar de la desesperación que se había aferrado a ella. La añoranza por su madre la persiguió con cada silencioso paso que daba sobre el frío suelo de madera. Le entró un escalofrío cuando posó la mano en el pomo de la puerta, y tuvo cuidado de no despertar a Can cuando la abrió y luego la cerró. Como apenas eran las ocho menos cuarto, la casa todavía no estaba despierta. Con el silencio y en la tranquilidad del momento, Demet se sumergió en sus pensamientos.

Dio un suspiro y se acercó al árbol de Navidad. Se fijó en varios ornamentos que tanto ella como Asli habían hecho para su madre cuando eran pequeñas: ángeles de papel pegados a pinzas de la ropa y renos con purpurina plateada, roja y dorada en los que destacaban sus nombres. Demet pasó los dedos por encima de los leves recuerdos de su pasado y se le anegaron los ojos de lágrimas. Tragó saliva. El cuerpo le dolía de repente y se le partió el alma. ¿Ya había estado casi un año sin la única figura materna que había conocido? ¿La misma figura materna que le había dado amor y locura a partes iguales?
La voz de su madre sonó en sus oídos a la vez que intentaba recuperar la compostura.

Demet no oyó a Can entrar en la habitación, pero no le hizo falta. Su reconfortante presencia ocupaba toda la estancia. La abrazó por detrás mientras ella se secaba una lágrima que caía por su mejilla. Todavía con la vista fija en los ornamentos, negó con la cabeza e inspiró hondo.

—¿Cómo la dejé marchar?

Can le dio un beso en la coronilla y, sin articular palabra, la agarró de la mano y la volvió a llevar hasta el dormitorio. La confusión inundó su mente al ver que subía el equipaje a la cama. Tras abrir la maleta y sacar una cajita de terciopelo negra, se sentó en la cama e hizo un gesto a Demet para que se acercara. Él se la quedó mirando con ojos llenos de preocupación. Una vez más, le agarró la mano y la hizo sentarse en su regazo. Con la espalda pegada contra su pecho desnudo, él le apartó el pelo de los hombros.

—No la dejes marchar, cariño —susurró al tiempo que le colgaba un medallón ovalado de platino, con diamantes incrustados, alrededor del cuello—. Aférrate a ella con todo tu empeño, con todas tus ganas. Llévala contigo en todos los momentos felices de tu precioso futuro. En tus logros. Al ver los ojos de tus hijos por primera vez. En tu vida, en general. Viaja a las estrellas con tu madre en mente. Ella estará allí, observándote. Perdónala por los errores que cometió mientras crecías y por las malas situaciones a las que tuviste que enfrentarte, quédate con todas las palabras de sabiduría que te inculcó. Pero no la dejes marchar nunca. Jamás. Ella no querría que lo hicieras.

Al abrir el medallón, Demet dejó de respirar por un segundo. Sus ojos se encontraron con una imagen de su madre de joven. El sol brillaba en su pelo oscuro y la sonrisa destacaba ese brillo de libertad y calidez propias de la juventud en los ojos de la madre. No pudo evitar pensar que era la vez que más feliz había visto a su madre. Demet sollozó y derramó más lágrimas. No obstante, esas lágrimas las provocó un hombre que ni siquiera era consciente del vacío en su corazón que tantas veces llenaba.
Demet se giró y se sentó a horcajadas encima de él con los ojos fijos en los de Can. Los sentimientos que identificó en estos la cautivaron. Se sorprendía de que aquel hombre fuera suyo.

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