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Subir las empinadas escaleras que llevaban al segundo piso de la casa de Can en los Hamptons fue una hazaña más difícil que el año anterior. Demet llegó al último peldaño con una botella de agua en la mano, un abundante plato de comida china recalentada en la otra y casi sin aliento. Mientras recorría el pasillo, no pudo evitar detenerse delante de la habitación en la que ella y Dilan habían dormido la última vez que estuvo allí. Los recuerdos envenenados de su estancia le asaltaron la mente. Pero mientras estaba con la mirada en blanco, un recuerdo se impuso al resto. De hecho, los hizo olvidar. Aquel recuerdo en concreto que nunca la envenenaría a ella y que conservaría para siempre.

Una pequeña sonrisa le levantó una comisura del labio cuando entró en la habitación. Dejó la comida y el agua sobre la gran cómoda y desvió la mirada hacia la mesita de noche que flanqueaba la enorme cama de matrimonio. La curiosidad le hizo abrir el cajón. Se le escapó una pequeña risa cuando vio la sudadera que Can le había prestado para que se la pusiera la primera vez que jugaron al juego de las chapas y la maceta. La tomó con las dos manos y se la llevó a la nariz. Aunque débil, todavía conservaba el olor de Can. Recordó cómo quiso grabarse su olor a fuego en la mente. Poco se imaginaba entonces que tendría la suerte de despertarse cada mañana junto a ese olor. La tibieza la inundó mientras se la ponía por encima de la camiseta.

Cerró los ojos, cruzó los brazos sobre el pecho, como si se abrazara, superada por las imágenes de esa noche. Miró a su alrededor, recogió la bandeja y el agua, y salió de la habitación acompañada por buenos y malos recuerdos.
Suspiró y entró en la habitación que albergaba su corazón y su futuro. Se quedó apoyada en la puerta y observó a Can de soslayo. Estaba sentado con las piernas cruzadas en la cama, vestido solo con un par de pantalones de pijama de algodón ligero, con la concentración enfocada en el ordenador portátil. A pesar de que le había prometido que no trabajaría el Cuatro de Julio, sabía que era lo único que había hecho en realidad. Sabía que intentaba mantenerse ocupado concentrándose en todo lo que podía. Trataba de evitar enfrentarse al nuevo juego de la espera, el juego de los resultados de las pruebas de paternidad. No pudo dejar de recordar el año anterior, cuando sus vidas eran muy diferentes.

Demet cruzó la habitación con el corazón triste por lo que él estaba pasando. Después de dejar la comida y la bebida, se subió a la cama y le quitó el portátil de las manos. Luego, con una sonrisa traviesa, lo cerró y se sentó a horcajadas sobre su regazo.
Él arqueó una ceja y esbozó una lenta sonrisa juguetona.

—Tienes mucha suerte de que haya guardado el documento en el que estaba trabajando.

—Suena a amenaza. —Demet le colocó las manos sobre los hombros desnudos, ladeó la cabeza hacia un lado e imitó su expresión—. ¿Le harás daño a mi cuerpo, señor Can? Mejor
todavía, ¿puedo suplicarle un poco de daño placentero para mi cuerpo?

Él se rio entre dientes, y sus ojos le brillaron con la picardía que ella había echado de menos de forma tan desesperada durante la semana anterior, desde que fueron a hacer la prueba. Can se mordisqueó el labio inferior y pasó los brazos alrededor de su cintura para abrazarla.

—Te he convertido en una pequeña masoquista pervertida. ¿Tienes idea de eso?

Demet se rio.

—Sí. .

Demet acarició el hueco del cuello con la nariz para luego morderlo con suavidad. Aspiró profundamente su olor almizclado por la nariz y enredó los dedos en su cabello.

—Tienes la cabeza tan absorbida por mi recién descubierta perversión, que ni siquiera has notado algo en mí.

Can la agarró de los muslos a la vez que un gemido le subía por la garganta.

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