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Demet cerró la puerta del ático a su espalda y sonrió al ver que Can se levantaba del sofá con una caja de bombones de San Valentín en las manos. Se quitó el abrigo y la bufanda y tiró ambas prendas sobre el sofá mientras se dirigía por la sala de estar hacia donde estaba él.

—¿Eres consciente de que son de hace casi dos semanas? —preguntó sonriendo mientras lo abrazaba por el cuello—. Por cierto, ¿alguna vez comes algo sano?

Can exhibió una sonrisa chocolatada y la besó.

—Sí, soy consciente de que son de hace casi dos semanas y no, cuanto menos sano, mejor.

Demet se lamió los labios y saboreó el sabor a chocolate que se le había quedado por el beso. La sorprendía que viviese casi a base de alimentos azucarados, sobre todo porque tenía una dentadura que habría sido el orgullo de cualquier dentista. Cuanto más dulce, mejor. En los dos últimos meses había descubierto otros detalles que hacían de Can el hombre que era. El hombre que no dejaba de enamorarla. Dos veces al día, sin falta, pasaba como mínimo treinta minutos en la ducha, a veces más, y llenaba el cuarto de baño de vapor caliente mientras escuchaba Breaking Benjamin a todo volumen en un equipo de música envolvente instalado en las paredes.  También tenía costumbres raras. A Demet le parecía que rozaba el TOC y que quizá necesitaba ayuda de un psicólogo. Era un maniático de la limpieza de los de manual. Joder, si ella se comía un bocadillo y él encontraba una miga, le faltaba tiempo para ir a buscar servilletas de papel y líquido limpiador para frotar la superficie manchada. Demet se reía de él, desconcertada, porque Can tenía una asistenta que iba a limpiar cuatro días a la semana. Parecía que necesitase tener el ático reluciente antes de que la mujer fuese a hacer su trabajo.
Demet intentaba hacerlo cambiar de hábitos e inculcarle poco a poco que no pasaba nada por dejar un poco de ropa sucia amontonada en un rincón, pero solía perder esa batalla. De todos modos, sus costumbres y manías le parecían increíblemente monas, y no podía evitar que le encantasen las diversas capas de su personalidad.

Sonriendo, dejó caer el bolso y un montón enorme de correo en la isleta de la cocina.
Can la siguió, se sentó en una silla y contempló a Demet, que abría el frigorífico. Curioseó entre la montaña de invitaciones a bailes benéficos municipales y separó la primera entrega del Architectural Digest.

—Te ha llegado una carta —informó Can, y le pasó el sobre por encima de la encimera. Abrió la revista y recorrió con la mirada una villa de lujo italiana en Agropoli, a orillas del mar Tirreno—. También te he pagado la Visa. Si pretendes esforzarte al máximo para disuadirme de que me ocupe de tus facturas escondiendo el estado de cuentas de la tarjeta, te aconsejo que busques un escondite mejor que el joyero. —Con una mirada maliciosa, se encogió de hombros como quien no quiere la cosa—. Te he dejado una sorpresa en el compartimento de abajo. Ahora ya somos dos liantes.

Demet apretó los labios con fuerza y arqueó las cejas en una expresión de culpa, pero no podía negar que tenía razón en lo de que tenía que encontrar un escondrijo mejor para ocultarle las facturas. Aceptó el reto, tiró del sobre para recogerlo de la isleta y plantó un beso al liante en la sien.

—¿Qué me has comprado?

Sin levantar la mirada de la revista, Can respondió en un tono tan tibio como una brisa perezosa de otoño.

—Voy a pasar por alto la pregunta para que lo averigües tú misma. —A continuación, le indicó con la cabeza el camino del dormitorio y, con los ojos pegados al papel, dejó que una sonrisa se asomase a la comisura de sus labios—. Ve.

Demet suspiró, le devolvió la sonrisa y se encaminó al dormitorio. Pasó un dedo por debajo de la solapa del sobre y rasgó el papel para abrirlo. Dio un respingo, se detuvo, se miró el dedo que se acababa de cortar con el papel y se chupó la herida para aliviar el dolor. Sostuvo el sobre en la mano ilesa, justo cuando empezaba a remitir el escozor, dio la vuelta al sobre y casi se le detuvo el corazón al fijar la vista en la letra manuscrita de la parte delantera.
Aunque no llevaba remite, la letra de Dilan era inconfundible. Tragó saliva, sacó el papel a toda prisa y lo desdobló. Con el corazón acelerado, echó un vistazo a la fotocopia de la descripción de los servicios que le había ofrecido su antigua empresa aseguradora. Era un informe detallado de la visita al médico de unas semanas atrás. Desconcertada, porque recordaba claramente que había dado a la recepcionista los datos y la dirección de su nueva póliza, Demet era incapaz de entender cómo había llegado a manos de Dilan esa documentación. Con un rotulador de color rojo sangre, Dilan había rodeado las palabras

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