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Can tiró el teléfono a un lado del sofá después de que sonara por enésima vez. Dilan insistía implacablemente y a Can le importaba una mierda. Se estaba terminando la última cerveza de una caja de seis e iba cambiando con desidia el canal de la televisión. La cerveza fría le caía por la garganta y le corría por todo el cuerpo. No obstante, solo era capaz de saborear y sentir cómo le fluía por las venas una cosa: Demet. Por más que lo había intentado en las últimas semanas, no podía librarse de ella. Aun así, mantuvo su promesa. A pesar de haber tenido que exprimir al máximo su autocontrol, no había intentado ponerse en contacto con ella. Con todo, no podía evitar que ella se colara en cada uno de sus pensamientos conscientes o le acechara en cada pesadilla. Demet se había convertido en un dolor que no  había experimentado jamás.

El tictac del reloj de la pared captó su atención. Lo miró y se imaginó a Demet saliendo de la iglesia, porque era la noche de la cena de ensayo de su boda con Dilan. No pensaba decir a  Dilan que no iba a asistir. Le importaba una mierda. No sabía cuánto dolor más podía aguantar su corazón y, sin duda, aparecer en la iglesia o en la cena lo hundiría todavía más. No se presentaría ni aunque fuera el padrino. En menos de veinticuatro horas, la mujer a la que amaba, la mujer con la que había imaginado una vida en común, la mujer que había pensado que algún día sostendría en brazos a los hijos de ambos, dejaría de ser Demet Özdemir.
Sería la señora de Dilan Parker. Eso lo superaba.

Se levantó y se dirigió a la cocina con la intención de estrenar una segunda caja de seis cervezas. Entonces oyó que llamaban a la puerta. Tras sacar la cerveza de la nevera, se acercó despacio a abrir. Algo contrariado por la visita, volvió al salón sin mediar palabra y se acomodó en el sofá.

—Estás hecho una mierda —comentó Olivia, mientras se abría paso en el ático—. Puede que me equivoque, y dímelo si es así, pero estoy segura de que te llega el dinero para comprar una cuchilla de afeitar. ¿O está en bancarrota el hombre de los mil millones?

—Eres muy graciosa —murmuró sin mirarla, mientras seguía cambiando de canal—. ¿No tendrías que estar en la cena de ensayo?

Olivia dejó caer el bolso al suelo y se quitó el abrigo y la bufanda.

—Igual que tú, ¿no? —soltó, desplomándose sobre una butaca de piel—. No estabas en la iglesia y ni vas vestido para la fiesta. Vamos, date una ducha y espero a que estés listo. Ah, y
conduzco yo, porque es obvio que has estado bebiendo.

Can sacudió la cabeza, sacó una botella más de la caja, la destapó y le dio un buen trago. No contestó, pero le echó una mirada más que amenazante.

—¿Cómo? —preguntó ella en uno de los tonos más inocentes que Can había escuchado jamás.

—Venga, déjame tranquilo, Olivia. —Entornó los ojos—. Sabes que no voy a ir.

Ella ladeó la cabeza y abrió los ojos marrones como platos.

—Vaya, Can, pensaba que aún te quedaría un poco más de fuerza para luchar. ¿Eres poderoso en todos los aspectos de tu vida excepto en esto? Cuando se trata de Demet, te limitas a tirar la toalla, ¿eh? —Se encogió de hombros desenfadadamente y cruzó las piernas—. Mmm, supongo que no te conozco tanto como pensaba.

—¿Fuerza para luchar? —espetó él.
Apagó el televisor y tiró el mando sobre la mesa de cristal. El sonido agudo sobresaltó a Olivia. Can se levantó—. ¿Para qué iba a luchar por alguien que no me quiere? Estoy jodido por todo lo que ha ocurrido. Créeme, no tienes ni idea de las cosas que me han pasado por la cabeza estas últimas semanas, y secuestrarla ha sido una de ellas. Amaré a esa chica hasta el día que me muera, pero no soy gilipollas. Tu amiga es un poco más retorcida de lo que imaginaba.

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