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El aire que a media mañana envolvía Central Park era templado, pero más frío de lo habitual para ser la segunda semana de agosto. Demet extendió una pequeña manta bajo uno de los arces que la protegían de la luz cegadora del sol. Colocó la mochila a un lado y sacó dos bocadillos, un par de botellas de agua y su novela favorita. Solo le faltaba Dilan. Cuando miró el reloj, vio que ya llevaba veinte minutos de retraso. Decidió llamarlo para saber por qué tardaba tanto.

Alrededor, la ciudad bullía con la actividad habitual, pero en el parque reinaba la paz. Respondió al primer tono y le llegó su voz con una pizca de remordimiento.

—Por favor no te enfades conmigo. —Sorprendida por el saludo, no dijo nada—. Dem, ¿estás ahí?

—Sí, estoy aquí, pero tú no. ¿Dónde estás?

—Estoy en Nueva Jersey, pero…

—¿Que estás en Nueva Jersey? —lo interrumpió—. Dilan, pero ¿qué te pasa…? Yo ya estoy en Central Park.

—¿Me dejarás que te lo explique?

—A ver, explícamelo.

—¿Recuerdas aquel magnate japonés que te conté que estaba interesado en invertir con Morgan y Buckingham? —Hizo una pausa, esperando una respuesta que no llegó—. ¿Takatsuki Yamamoto?

—Ve al grano.

—Joder, es lo que intento. —Demet suspiró y él continuó—. Llegó anoche de Japón y solo estará aquí un par de días. Pidió reunirse conmigo. Esta mañana me ha llamado el jefe para decirme que viniera. —Respondió a algo que le preguntaba alguien al otro lado del teléfono mientras ella aguardaba pacientemente—. Cariño, me tengo que ir. Lo siento, pero esta cuenta es enorme.

Una vez más, Demet no dijo nada.

—Vamos —susurró—. Lo haremos otro día.

—Ya lo sé, pero es que he pedido el día libre en el trabajo y tenía muchísimas ganas de…

—Deja ya de hacerme sentir mal —espetó con un tono claramente molesto—. Esto es importante para mí. Estaré en tu casa a las seis. —Y dicho eso, la línea se cortó.

Tras la sorpresa de que le colgara de esa forma, Demet se puso de pie y de mala gana comenzó a recoger lo que se suponía debía ser su pequeña escapada romántica. Mientras metía la manta en la mochila, oyó que alguien la llamaba en la distancia y se enderezó. Antes de girarse para ver quién era, un hormigueo que ya había sentido antes le recorrió la espalda. Sabía quién era. Cuando por fin se dio la vuelta, vio que Can estaba corriendo por el parque, sonriente, con sus sobrinos al lado. Se le escurrió la mochila de la mano al reparar en su ropa informal, una camiseta blanca, pantalones cortos color crema y una gorra azul de los Yankees de Nueva York. Trató de ordenar sus pensamientos mientras se le acercaba.

No solo era su presencia que vibraba en su interior. No era solo ese olor a hombre que persistía en sus sentidos, que ardía en su mente y la atormentaba en sueños. Ni siquiera era ese dichoso beso. Era su encanto inquebrantable, su audaz confianza, su atractivo sexual y la innegable dominación masculina que emanaba. Todas esas características, un cóctel letal, la aterraban y fascinaban al mismo tiempo. Era una paradoja retorcida cada vez que estaba cerca. Aunque en ese momento sintió la necesidad de huir de él, también notaba una atracción irremediable por él. De repente, fue consciente de lo cargado que estaba el aire. Se notaba una presión en los pulmones que la dejaba sin aliento. Por si fuera poco, al verlo recordó su último encuentro, hacía ya dos semanas.

«Respira, Demet…».

—¡Demet! —gritó Lila, mientras corría hacia ella.

Demet se arrodilló para abrazarla y miró a Can.

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