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El Año Nuevo llegó cargado de un montón de emociones para Demet. Sentada en la consulta del médico, con Can de la mano, Demet no pudo evitar pensar en cómo se sintió su madre al descubrir que estaba embarazada de ella. Dado que su padre había empezado a maltratarla  cuando llevaban casados bastantes años, la madre de Demet nunca había escondido que el embarazo no había sido algo planeado y que tenía pensado dejar al padre de Demet poco antes de enterarse de que iba a tener otro hijo con él. Sin embargo, siempre había dicho a Demet que había sido el mejor imprevisto de su vida y esa afirmación resonaba con contundencia en sus oídos cuando la recepcionista la llamó a la ventanilla para rellenar el papeleo.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Can, mientras ella se levantaba de la silla.

Demet sacudió la cabeza, intentando ignorar la punzada de dolor que le producía la vejiga llena.

—No, estoy bien. Solo será un segundo.

Can asintió.
Demet cogió el bolso y se dirigió a la ventanilla. Mientras esperaba que la chica rubia de media melena terminara con la llamada que atendía, Demet echó un vistazo a las otras parejas que esperaban en la salita. Se preguntó si alguna se encontraría en la misma situación que ella y Can. Por sus sonrisas, lo dudaba mucho. Suspiró y empezó a revolver el bolso en busca de su tarjeta del seguro médico y su permiso de conducir.

—Disculpe. Era mi novio —chilló la recepcionista, mientras le pasaba un portapapeles por la ventanilla—. Si no hay ningún cambio, puede firmar abajo y el doctor Richards estará con  usted enseguida.

—Tengo otra aseguradora y también he cambiado de domicilio. —Demet le dio la tarjeta y el permiso. La chica hizo un chasquido con el chicle, puso los ojos en blanco, se echó el pelo atrás y se giró para ir a hacer fotocopias. Demet sacudió la cabeza ante la obvia falta de profesionalidad de la chica. Cuando por fin volvió, le pasó por la ventanilla los documentos junto con un formulario y Demet rellenó los campos necesarios. Acto seguido, se sentó al lado de Can con la sensación de estar a punto de explotar.

—No se te ve muy bien —susurró Can, con el gesto torcido—. Tendré que montar una escenita si no te dejan hacer pis en los próximos dos minutos. Ya sabes que soy capaz.

Consciente de que su vejiga no podría soportarlo, Demet intentó aguantarse la risa y entrelazó los dedos con los de Can.

—Oh, sí, ya sé que lo eres —dijo, y se inclinó hacia él para besarle la mejilla—. Pero estoy bien, al menos, unos minutos más.

Can sonrió y le acarició el reverso de la mano con el pulgar.

—Necesitas desesperadamente mi juego de las veinte preguntas. —Demet lo miró como si le acabara de crecer otra cabeza—. Lo digo en serio. Te ayudará a olvidar que no puedes orinar. Yo primero.

Demet frunció el ceño y le dio un codazo en el brazo.

—Siempre empiezas tú.

—Claro, lo he inventado yo, cielo. —Can la miró fijamente a los ojos con una sonrisa—. ¿Seda o encaje?

Demet levantó una ceja.

—Eso te lo tendría que preguntar yo a ti.

—No. —Can se le acercó más y le rozó la oreja con los labios—. Mi juego. Mis reglas. Contesta la pregunta. ¿Seda… o… encaje?

Demet respiró hondo, el tono ronco de Can le hacía olvidar la vejiga.

—Me… gusta… la… seda.

Can sonrió con malicia.

—Buena respuesta. No puedo superar a Demet Özdemir entre sedas. —Volvió a reclinarse en la silla y le pasó el brazo por encima del hombro—.¿Piedra o ladrillo?

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