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—Demet.

«Respira…».

—Demet —la llamó la voz con mayor insistencia.

Ella dio un grito ahogado y abrió los ojos tratando de adaptarse a las luces brillantes por encima de su cabeza. Empapada de sudor y tosiendo, se incorporó y apartó las sábanas. Oyó unos pasos rápidos que se acercaban.

—Joder, cielo. ¿Estás bien?

Demet buscó rápidamente con la mirada el origen de la voz y se le encogió el corazón al ver a Can. Se llevó una mano a la boca al tiempo que se echaba a llorar. Temblando como una hoja y con las lágrimas resbalándole en oleadas, saltó de la cama y se lanzó a los cálidos brazos de Can.

—Estabas muerto —gritó ella, acariciándole el rostro confundido.

Tenía que asegurarse de que era real, cerciorarse de que seguía respirando, que vivía. Los dedos se le derritieron al notar su barba incipiente mientras volvía a darle otra contracción tan dolorosa que casi la dejó sin respiración. Con manos temblorosas recorrió su pecho desnudo besándole en los labios. Las palabras le salían a borbotones de la boca entre respiraciones aceleradas.

—Dios, Can. Te habías muerto. Fuiste con la moto a comprar leche. Y luego el accidente…

Can le acarició las mejillas encendidas y le secó las lágrimas con los pulgares. La miró fijamente a los ojos y esbozó una leve sonrisa.

—Estoy aquí, amor. No ha pasado nada. Solo ha sido un sueño.

—No ha sido un sueño —exclamó Demet, encorvándose. Se rodeó el vientre con los brazos; acababa de darle otra contracción—. Ay, dios. —Se enderezó, aferrándose a los hombros de Can mientras seguía besándolo sin parar. Como no quería cerrar los ojos, escrutó los suyos rozando los suaves labios con la boca—. Era una pesadilla. Estabas muerto. —Otra contracción seguida de un beso—. Intentaron reanimarte, pero no respirabas. Te rogué que siguieras luchando y no pudiste. Tu cuerpo se rindió. Vi la cara de tu madre. Tu padre. Tu hermano. Todo el mundo estaba destrozado.

Él la atrajo con más fuerza hacia sí. Le acarició la parte posterior de la cabeza y le pasó las manos por el pelo mojado.

—Demet, cálmate. Estoy aquí, cariño. Estoy aquí.

Todavía deliraba, era incapaz de tranquilizarse. ¿Había perdido el juicio? Era imposible.
Seguía viendo su cuerpo sin vida de una forma tan clara como si lo tuviera enfrente. Se acercó a sus labios sin dejar de llorar.

—Te amo. Dios, te amo tanto, Can. No te lo he dicho lo suficiente. —Otro beso y otra contracción. Un dolor punzante y profundo como si le perforara el estómago. No eran las contracciones de Braxton Hicks, no.

Demet retrocedió lentamente, miró a Can y le dijo en un susurro.

—Te amo, Can. —Hizo una pausa y se apartó el pelo de la frente—. Y estamos a punto de tener al bebé.

Can tragó saliva y abrió mucho más los ojos.

—¿Estás de parto? —preguntó, incapaz de conseguir que no se le quebrara la voz cual adolescente en plena pubertad—. Pero si no salías de cuentas hasta dentro de tres semanas.

Era ella la que estaba de parto, pero parecía que era él quien estaba perdiendo los papeles.
Demet inspiró hondo y asintió.

—Sí, pero necesito que te tranquilices, ¿de acuerdo?

Can echó la cabeza hacia atrás, convencido de que su chica había perdido la razón. Dos segundos antes le estaba dando la brasa por lo de que había muerto en sueños y ahora que estaba a punto de traer a su hijo al mundo, se había vuelto extrañamente relajada.

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