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Demet se mordió el labio con inquietud y hojeó una revista de embarazadas. Intentó ignorar a Dilan, que la miraba fijamente desde el otro lado de la consulta del doctor, cruzó las piernas y miró el reloj. Las cuatro y cuarto. Can llegaba quince minutos tarde. Angustiada, se sacó el teléfono del bolso, con la esperanza de haber recibido al menos algún mensaje.
Nada. Ni mensaje ni llamada perdida. Dejó caer el móvil sobre sus piernas, sin dejar de preguntarse dónde se habría metido.

—¿Te estás poniendo nerviosa porque tu querido novio no ha llegado todavía? —preguntó Dilan, riéndose entre dientes—. ¿Te preguntas si llegará tarde al parto? Llámame, si necesitas sustituto.

Demet lo ignoró, pasó la página y echó un vistazo a un anuncio que proclamaba que el zumo de remolacha ayudaba a prevenir defectos en el tubo neural de un feto en desarrollo. Tomó nota mental y volvió a desviar los ojos al reloj. Empezaba a preocuparse. No era propio de Can no llamar si llegaba tarde. El miedo le sacudió el cuerpo, pero, justo entonces, la rubia de la visita anterior gritó su nombre. Demet colocó la revista en la mesa de al lado, tecleó en el móvil para mandarle un mensaje a Can, se metió el teléfono en el bolso, se levantó y se dirigió a la puerta que llevaba a los despachos traseros. Percibió que Dilan también se levantaba y la seguía. Se dio la vuelta y la cercanía hizo que un escalofrío le recorriera la columna.

—¿Qué estás haciendo?

Él entornó los ojos.

—¿Qué voy a hacer? Voy a ver si vamos a tener un niño o una niña.

Demet parpadeó y sintió vergüenza ajena.

—No vas a entrar en la consulta conmigo hasta que no llegue Can.

Dilan se sacó un papel del bolsillo con una sonrisa burlona y se lo tendió a Demet.

—Es la copia de la rectificación de la orden de alejamiento que tú misma pediste. No hay nada aquí que diga que tenga que esperar a que llegue el chico guapo. —Se la arrebató de las manos—. Parece que te olvidaste de añadir alguna cosita. —Se la volvió a meter en el bolsillo y abrió la puerta—. Las damas primero.

Demet cerró los ojos con pesar. Se sentía como si se hubiera producido un choque de trenes en su cabeza. Jamás se le habría ocurrido añadir esa cláusula en particular. Can llevaba semanas con el alma en vilo y tal vez el estrés no le había permitido detectar el error. Demet suspiró y, mientras seguía a la enfermera al interior de la consulta vacía, rezó para que Can llegara pronto.
La forma en que la rubia preparó los utensilios para la visita dejó clara su hostilidad hacia Demet. Cuando ella y Can descubrieron que lo de facturar a la aseguradora incorrecta había sido culpa de la rubia, él había llamado a la consulta para expresar su descontento con vehemencia. Había estado a punto de llevarlos a juicio y quería cambiar de médico, pero como este ya conocía su incómoda situación, Demet pensó que lo mejor sería dejarlo pasar.
Estaba más que satisfecha con la reprimenda que le había caído a la rubia.

—Ya sabe cómo va. Los pantalones por debajo del pubis. —La rubia encendió el ecógrafo, apagó las luces y se alejó hacia la puerta—. El doctor Richards está terminando con otra paciente. Vendrá enseguida. Mientras tanto, no puede ir al baño. —Y con eso, ella y su actitud salieron de la sala.

Demet se sentó en el borde de la mesa de exploración de espaldas a Dilan. Con las manos temblando, se bajó ligeramente el suave pantalón elástico de algodón que le cubría la barriga.
Miró la puerta, deseando que entrara Can. En el silencio de la habitación, la respiración de Dilan sonaba como un tornado para Demet. Decidida a esperar que entrara el médico, o Can, ralentizó sus movimientos.

—Ahora no es momento de ponerse vergonzosa. —Demet detectó la sonrisa que acompañaba a las palabras de Dilan, y el veneno que las envolvía—. No te preocupes. Tal como estás ahora no hay ninguna posibilidad de que me pongas cachondo.

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