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—Señorita, no nos ha traído el aperitivo.

Sin mediar palabra, Demet miró a la mujer con perplejidad. Estaba claro que no tenía la cabeza donde tenía que estar. La mujer la fulminó con la mirada.

—¿Me oye? Ya nos ha llegado la cena y no nos ha traído el aperitivo.

—Lo… lo siento —tartamudeó—. Ahora mismo se lo traigo.

Corrió a la cocina y explicó a los cocineros que necesitaba una de palitos de mozzarella al vuelo. Volvió a la mesa, se disculpó de nuevo y les dijo que tardarían un rato. En un intento de recuperar la mínima posibilidad de recibir propina, les ofreció los postres gratis. La mujer sonrió y aceptó la oferta, con eso, el aperitivo olvidado pasó a la historia.

Demet se sentó a la barra con un suspiro de alivio, agradecida de que no se hubieran quejado… O eso creía ella.

—Caramba —exclamó Antonio—, ¿qué ha pasado? Me ha dicho la mesa dieciséis que has olvidado su aperitivo.

—Sí, lo siento. Roberto está en ello ahora mismo.

—¿Les has ofrecido el postre?

—Sí.

—¿Estás bien? —preguntó mientras le apoyaba una mano en el hombro con gesto amable—. Pareces distraída.

—Tengo muchas cosas en la cabeza ahora mismo, Antonio. Lo siento. No volverá a ocurrir.

—Si no te encuentras bien, te puedo dejar salir un rato antes —le propuso él con una cara de preocupación evidente.

—Gracias, pero estoy bien.

El hombre asintió y fue a meterse en su despacho. Durante las siguientes horas de trabajo, Demet se movió aletargada. La noche transcurrió como en una neblina mientras intentaba digerir todo lo que había pasado. Al acabar el turno, se sentía mental y físicamente agotada.
Echó un vistazo al bolso en busca del monedero, abrió la puerta para salir y se dio de bruces contra lo que le pareció un muro de ladrillo. Se le escapó un sonoro «¡Ay!». Levantó la cabeza para disculparse y sus ojos tropezaron con unos preciosos ojos.

—Vaya, ¿estás bien? —preguntó Can, que la sujetó para que no cayera.

Demet se esforzó para no jadear ante el sutil contacto de aquellos dedos fuertes y calientes alrededor de los brazos. El olor de la colonia de Can en el aire fue un placer momentáneo para sus sentidos. El rubor, fruto del aumento de temperatura, trepó por sus mejillas e hizo que se sintiera a punto de arder. Can bajó la mirada y la miró fijamente; una práctica peligrosa, porque una chica podía perderse fácilmente en esos ojos, sobre todo después de lo que había pasado entre ellos. Aquel beso había sido arrollador, doloroso, eufórico y cualquier otra cosa imaginable, todo en uno.

«Joder con el beso».

Demet se preguntó si sería capaz de volver a emerger y respirar de nuevo. El corazón le palpitaba con frenesí, como una mariposa que lucha por escapar. Al tenerlo delante, todas esas cosas en las que no quería pensar quedaron al descubierto.

—Sí, estoy bien —respondió entrecortadamente, conmovida aún por la sorpresa. Los dos parecían estar en trance y no apartaban la mirada el uno del otro.

Can le soltó los brazos, carraspeó y retrocedió sobre la acera. El corazón le había dado un vuelco al verla. Mientras la miraba a los ojos, no podía creer que tan solo hubiera pasado una semana desde la última vez que había visto su precioso rostro, besado sus suaves labios y tocado su cálida piel. Le había parecido una eternidad. Era consciente de lo vulnerable que se encontraba Demet y no soportaba la idea de que su subconsciente hubiera escogido precisamente aquella noche; sabía que debía disculparse.

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