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El sol de la mañana acariciaba el rostro de Noah mientras Demet miraba absorta sus ojos soñolientos. Después de darle de comer y hacerlo eructar, parecía satisfecho. Tumbada de costado con él acurrucado en la cama, le acarició con ternura el pelo, suave como el algodón de azúcar. Se rio cuando el pequeño se movió ligeramente al notarla; el calor le subió por la espalda y se instaló en su corazón mientras seguía comiéndose a su precioso ángel con la mirada.

Agachó la cabeza hasta su mejilla e inspiró hondo con ganas de grabarse su olor en la memoria. Olía a flores, pero también a algo solo suyo. Sonrió contra su piel y se lo acercó un poco más. Le rozó la mano diminuta con el meñique y se quedó asombrada cuando él se le aferró al dedo. Los primeros días en casa con él eran, a la vez, los más agotadores y hermosos de su vida. Huelga decir que se había enamorado perdidamente de Noah y que enseguida había adoptado las funciones de madre y más fácilmente de lo que esperaba. No solo no se le había caído, sino que estaba segura de que no se le caería, así como tampoco había tenido problema con las cremas y pomadas. Veía a su hombrecito dormir tranquilamente cuando su otro hombre entró en la habitación con una sonrisa tan brillante como siempre.

—Está fuera de combate —susurró Can. Se metió entre las sábanas con Demet y el niño, que quedó en medio de ambos. Arqueó una ceja y sonrió aún más—. Tendrá que buscarse un trabajo pronto. No hace más que dormir.

Demet sonrió y acarició el labio superior del bebé.

—¿Verdad? Me imaginaba que tendría una buena ética de trabajo, pero ¿esto? Es simplemente ridículo.

Can se rio y acarició a Demet.

—¿Cómo estás?

Ella se inclinó hacia su mano; su cuerpo se contagió de su calidez.

—Increíblemente bien. —Y así era. Aunque seguía dolorida por los puntos del vientre, hacía una eternidad que no se sentía tan bien física y emocionalmente—. ¿Y tú?

—Como un rey —susurró él, inclinándose sobre Noah con cuidado. La besó con ternura y sintió una alegría inmensa—. Estoy en mi castillo con mi reina y mi príncipe. Sinceramente, lo tengo todo. —Can la miró a los ojos y se le cortó la respiración—. Gracias.

De algo que había comenzado tan confuso y tan mal por innumerables motivos, Demet no podía creer dónde habían llegado Can y ella. Sintió un cosquilleo en el estómago; rebosaba de amor por los dos hombres de su vida. Sus dos salvadores.

—Gracias. —Ella lo besó de nuevo y se dejó llevar por la sensación de esos labios que amaría siempre—. Y gracias por el desayuno. Seguro que al final conseguiré cocinar algo en lugar de descongelar comida de microondas y quemar guisos.

Can esbozó una sonrisa de suficiencia, de listillo, y ella se preparó para el comentario sabelotodo que vendría a continuación. Se lo había puesto a huevo.

—No hace falta. Podemos sobrevivir a base de pastel de carne reseco. —Demet puso los ojos en blanco y él se rio entre dientes—. ¿Y cómo olvidar tu especialidad? Los macarrones con queso precocinados.

—Pues ya lo verás —respondió ella, que le propinó un golpe en el brazo—. Me apuntaré a clases de cocina y haré que olvides la mediocre lasaña de tu madre.

Can arqueó una ceja, incrédulo, y sonrió de oreja a oreja.

—¿Mediocre? Ya veremos cómo te las apañas.

Ella salió de la cama sin hacer ruido. Con los brazos en jarra, inclinó la cabeza.

—¿Me estás retando, Can?

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