¿No se había replanteado seriamente en pedir a lord Stranford un aumento?
— Lo lamento mucho, mi lord. El señor no se encuentra en la casa y me avergüenza decirle que no encontramos a la señorita.
Seguramente le había dado una pataleta, típico de su comportamiento caprichoso. No era su problema; le iba a decir de que otro día daría la clase, cuando la sirvienta, invadida por el pánico, le pidió urgentemente:
— ¿Nos ayuda a buscarla, por favor?
No pudo negarse. Dejó la cartera que llevaba las partituras en el vestíbulo. El mayordomo se encargó de guardarlo.
— ¿No está en su habitación?
— No. Tampoco está en el solarium, en la sala de música, en la cocina...
— Bien, me encargaré de buscarla por aquí — le señaló en la parte cercana a él.
— ¡Gracias! — la sirvienta se mostró durante unos segundos aliviada.
Lo dejó ahí como si él tuviera la solución perfecta. Trató de tranquilizarse y no dejarse llevar por el hastío. Estaba caminando por donde estaba la escalera principal cuando se fijó en una guardilla. Pasaría desapercibida si uno no se fijaba bien y pasara de largo, como en el caso de los criados que iban y venían.
Aunque no era tan fuerte, se podía oír como un llanto, parecido al de un gato. Sabiendo que estaría entregando su alma al diablo, abrió la puerta y, ahí estaba, la desaparecida y la que había ocasionado el pánico entre sus sirvientes. Dejó la puerta abierta y esperó que saliera, pero no lo hizo. Aunque no quiso hacerlo, metió la cabeza en ese espacio. Era una habitación pequeña que podía caber perfectamente tres personas si estas se encogían. No había ninguna lámpara de gas que lo iluminaba.
— ¿Puedo ayudarla?
— No — ahí estaba su respuesta.
Él que había tenido la buena intención, así ella respondía. De mala forma. ¡Qué se encargaran de ella! Sin embargo, se vio a sí mismo entrar y cerrar la puerta.
¿Se había vuelto loco? Probablemente la respuesta era afirmativa. La chica seguía llorando, ignorándole. Seguro que su padre le había negado comprarse un vestido o una fruslería. Pero algo le decía que no lloraba por ese motivo.
Oía su llanto mientras él reposaba la espalda sobre la pared. Alguien que tuviera miedo a los espacios cerrados, le daría un ataque. Sin embargo, no se estaba tan mal. Era como si estuviera en otro mundo, ajeno. Giró el rostro hacia ella, pero la oscuridad le tapaba. Solo la luz, que entraba, era a través de la rendija de la puerta. Más que nunca fue consciente de su presencia. Sin saberlo por qué, empezó a decir:
— Aunque me ha dicho que no quiera que la ayude, puedo escucharla.
Oyó de fondo su respiración y más sollozos quedos.
— No lo entendería.
— ¿Qué problema la aqueja?
— No tengo ninguno — su muestra de orgullo le hizo sonreír.
— Entonces, no tiene motivos para llorar.
No le replicó; notó que se movía cerca de él. No se movió, sino que la sintió como una pluma, con movimientos cuidadosos, sin apenas hacerse de notar.
— A veces somos incomprendidos; nuestra familia o amigos no nos entienden— ¿qué estaba diciendo? —, ni siquiera entendemos el por qué, nos enfadamos con el mundo y con las personas que queremos.
— ¿Con quién está enfadado?
Debió haberse callado, ya que ella estaba teniendo una ventaja sobre él. Encima, ella no le había respondido. ¿Por qué lo tenía que hacer?
— Con mi padre — llegó a soltar —. Él no entiende que puedo tomar mis propias decisiones. No quiero que gobierne más mi vida. Por eso doy clases, para demostrarle que puedo vivir sin su dinero.
Se percató de varias cosas: aún su voz destilaba odio hacia la figura paterna; no le gustó aquello; por otra parte... ella había dejado de llorar. Para su confusión, percibió que algo se posaba sobre su hombro. Ladeó con cuidado la cabeza y sus labios rozaron, sus cabellos. Su aroma invadió sus fosas nasales, dejándolo aturdido.
— ¿Mejor?
— Sí, gracias.
La princesa le dio las gracias.
¡Vaya, quién se lo diría, estando ahí con ella!
En vez de aprovecharse de ese momento y burlarse, se quedó callado con cierta sensación de paz.
— Bien.
Aunque tendrían que haber salido, pero no lo hicieron hasta que el reloj sonó, dando las cinco de la tarde.
— No daremos clase hoy, señorita Stranford. Dedícalo a descansar.
Empezó a caminar, sin permitirse a ver la expresión de su rostro.
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Mírame a mí © #2 Saga Matrimonios
Historical Fiction¿Podía surgir el amor entre un pianista, obligado a buscarse el sustento para alejarse de la tiranía de su padre, y una joven acomodada y criada entre algodones? Otra historia llena de clichés. No soy responsable de las críticas que se pueden genera...