Capítulo 17

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¡Nuevo capítulo!


— De usted, intentaría quitar la mancha de una mora con otra verde.

Enarcó la ceja ante el consejo del caballero que se había unido a una conversación inexistente. Porque estaba solo, parado en una esquina del salón, atestado de gente, de doncellas virginales, de casamenteras y caballeros cuando el hombre se había acercado a él, sin motivo aparente, para soltarle un consejo disfrazado de una frase hecha. 

Había ido a esa fiesta que estaba invitado, después de retomar su vida social. Y Edward, su amigo y su compañero, el que había tenido una discusión hacía poco, no se presentó. Las aguas no estaban tranquilas.

¿Habría sido una mala decisión?

Pudiera ser, pero motivado a la idea malévola de que le podía llegar a unos oídos de que estaba bien, olvidándose de ella, le parecía sumamente atractivo. 

— Lord Wakefield, ¿cómo debo tomarme su consejo?

¿Había dicho que su fracaso con lady Rivers había llegado a todos los rincones de Londres? Casi podía ver la compasión en sus ojos. ¡Qué raro que sus padres no lo habían visitado para echarle un rapapolvo.

— Como el de un amigo — le palmeó el hombro —. Nunca hemos hablado, pero siempre voy con los menos afortunados. Se puede decir que es una excentricidad mía. 

— ¿Donará parte de sus bienes a los pobres?

— ¡Qué gracioso es usted! — volvió a darle una palmada, pero esta vez más fuerte. Rechinó los dientes —. No, no hablaba de esos pobres.

— Ya — iba a llevarse a los labios una copa cuando se acordó de cierta joven al impedírselo, de su promesa —. Estoy bien, Wakefield.

Él silbó, incrédulo a su afirmación.

— Escúchame — lo hizo de todas maneras cuando no le había dado permiso —, la traición de la mujer que uno ama es de lo peor. Es como un duelo, que combate con su enemigo, quien le ha hecho la afrenta y usted es herido, injustamente. No solo físicamente, sino también,  es herido en su orgullo. Uno no se recupera fácilmente de dicha humillación.

— Piensa que puedo quitarme dicha humillación con otra dama.

— Exacto —levantó los puños, como si hubiera hecho una victoria, encantado de que lo hubiera pillado al vuelo. Parecía que había tomado el papel de profesor y él de alumno—. Aunque no crea que sea el lugar indicado aquí si no quiere verse con una soga de casado. Una viuda, quizás.

Se contuvo en poner los ojos en blanco.

— A lo mejor es el lugar indicado — le guiñó el ojo, sorprendiéndole.

— Allá usted. No se quejará de que no se lo haya advertido.

— Le agradezco el consejo — lord Wakefield asintió y se despidió con otra palmada. 

Se la iba a resentir por tanta efusividad.

— Disfrute de la velada.

Oliver alzó su copa sin beber en un gesto hacia el hombre, conteniéndose en dibujar en sus labios una sonrisa burlona. A ver quién era el siguiente que le aconsejaba sobre "amores". Había sido insólito.  Singular. Nunca le había pasado; tampoco, la mujer a quién creía que era merecedor de su amor, lo dejaría por otro. 

Probablemente, no había hecho bien en ir a esa fiesta para "demostrar" que no estaba llorando por ella. No sufría en silencio, pero había ido y se iba a divertir. Con ese objetivo en mente, sacó a bailar varias damas sin hacerlo una segunda vez, que invitaba a una promesa. A lo contrario que había dicho, no pretendía casarse. No se percató de que la siguiente pieza era una cuadrilla hasta que se vio envuelto en ella. Intentó poner su mejor sonrisa, su mejor gala de sus modales. Un auténtico caballero y un buen compañero de baile.

Y cuando creía que no la había visto durante toda la fiesta, en una vuelta, sus miradas se reencontraron.  Fue un momento fugaz . Un momento fugaz que sintió un cosquilleo en sus palmas. No la había llegado a tocar, aun así...

La música seguía de fondo y él volvió con otros danzantes hasta que en otra vuelta se volvieron a reunir. Ella enarcó una ceja; y él, otra, imitándola. No apartaron las miradas, ni bajaron esas cejas enarcadas. Algo sorprendente ocurrió porque le tembló la comisura, casi a punto de sonreír.

Casi.

¿Le parecía que estaba siendo gracioso?

En vez de molestarse, hizo algo que no estuvo planeado, algo que se le escapó porque no lo entendía hasta él mismo. 

¿Para qué hacer el ridículo? 

Precisamente ante ella, que le había declarado la guerra. Cuando sus pasos volvieron a ese punto de reencuentro, puso otra cara, que funcionó. La hizo reírse. Vio de sus labios una sonrisa y decirle sin voz: tonto.

— ¿Yo? — moduló con los labios.

No se ofendió, fingió que se había ofendido y ella negó con la cabeza. Acabó el baile, sonriendo por su propia estupidez. Aplaudió. Cuando quiso buscarla con la mirada, no la vio. Había desaparecido. Continuó aplaudiendo hasta que los presentes y él terminaron por hacerlo. 

¿Qué había sido aquello?, se preguntó extrañado.

Ella nunca jamás le había sonreído.

Él nunca había dejado caer el orgullo para hacerlo. 

Se le había ido la cabeza. 

Cabeceó, para ver si regresaba el sentido común a él. Seguramente,  la tabarra que le había dado lord Wakefield tenía parte de culpa de su estado. Le había afectado. Se burló de nuevo, interiormente, cuando recordó su consejo, hasta que una parte de él se tensó.

Y si...

Lo cortó antes que se formalizara en su mente. ¡Ni hablar! Sería una auténtica locura que invitaba a pegarse un tiro. Sin embargo, una inquietante sensación permaneció en su pecho, tensándolo.

Ajena a ello y lejos de él, dicha damita intentó recuperar el aliento y la normalidad. 

¿Por qué había tenido que sonreírle?

Le había dicho tonto cuando ella era mil veces más.

Tonta, tonta.

— ¿Qué ha ocurrido ahí?

La voz de su amigo la sacó de su regañina mental.

— Nada, no ha ocurrido nada.

La mirada que le echó, le indicó que no la creyó. Le dio igual. No le habló y continuó, apoyada en esa pared de la terraza sin tener la menor intención de volver al salón, intentando una vez más que la calma volviera a ella. 

Mírame a mí  © #2 Saga MatrimoniosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora