3. Cena entre desconocidos.

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El camino hacia la clínica se me hizo eterno, más cuando había pasados cuatro horas de pie en la cafetería, el día se pone en mi contra cuando una enorme nube gris comienza a cubrir el cielo de Londres, indicándome que pronto va a llover

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El camino hacia la clínica se me hizo eterno, más cuando había pasados cuatro horas de pie en la cafetería, el día se pone en mi contra cuando una enorme nube gris comienza a cubrir el cielo de Londres, indicándome que pronto va a llover.

Apresuro mi paso hasta llegar a las grandes puertas de vidrio que se interpone entre la sala de espera y yo, cuando estoy adentro el frío del aire acondicionado es más fuerte que el clima de la calle. Subo el cierre de mi chaqueta azul y me acerco a la recepcionista, la que me mira con fastidio.

—Hola —sonrío, ella solo asiente—. Vengo a ver a mi mamá.

—La misma habitación de siempre —se limita a decir.

—Gracias.

Camino hacia la misma habitación de siempre, apretando los puños a mis lados, sintiendo un nudo en el estómago que se forma cada vez que estoy a punto de verla. Creo que, hasta cierto punto es comprensible, ver a mi mamá en una cama, luchando con un problema respiratorio, conectada a cientos de máquinas que la mantienen con vida es... no tengo palabras para describirlo.

Cómo ahora, me aproximo a ella con cuidado, me siento en la silla junto a la camilla y tomo su mano delgada y fría con delicadeza entre las mías, dejando un beso en el dorso de la misma. Sus ojos verdes se abren, una sonrisa cansada surca sus labios pálidos.

—Hola, mamita —sonreí, sus dedos les dieron un apretón a los míos. Su otra mano fue a su mascarilla de oxígeno y la retiró lentamente de su rostro.

—Hola, mi niña bonita —me susurró con su acento español tan marcado, reí—. ¿Cómo estás?

—Bien, he estado muy bien —asentí, ella entrecerró sus ojos azules—. Un poco ocupada con el trabajo, pero todo está bien.

—No debes agobiarte tanto, es malo para la salud —reprende, dándole palmaditas a mi mano, negué riendo—. En algún momento todo terminará, dejaremos de sufrir tanto —dijo, cerró sus ojos unos instantes y los abrió nuevamente suspirando—. Solo entonces, ambas podremos descansar.

—Mamá, no digas eso, ¿si? —fruncí el ceño—. Estás en tratamiento, vas a mejorar y nos iremos a casa, ¿esta bien?

—Siempre tan optimista, princesa —acarició mi mejilla, tragué el nudo en mi garganta— ¿Qué es lo que te he enseñado todos estos años?

—Nada es eterno, no te aferres, lucha por tus sueños, cumple tus metas —recité, ella sintió, bajé la mirada—. No quiero que te vayas, mami.

—No voy a irme, mi cielo —negó, sentí mis ojos húmedos—. Siempre estaré aquí —tocó mi pecho, una lágrima baja por mi mejilla lentamente—. Tu corazón será mi hogar, siempre, mi niña —sonrió, mordí mi labio para no sollozar—. Aún no es mi momento, pero quiero que seas fuerte para cuando ese día llegue.

Una bestia bajo la tormentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora