Capítulo 36.
Quería que el reloj corriese muy rápido. En situaciones como ésta, yo le detestaba. Odiaba observar cómo las manecillas se movían indecisas, tan lento, y cómo mi corazón se aceleraba con los momentos, y todo alrededor lo hacía, excepto éste: el reloj.
Lo único que quería era llevarme a Luham conmigo, y correr, correr muy lejos de aquí, en donde nada, ni nadie pudiese lastimarnos. Me giré sobre el sofá, en donde le atrapé observándome. ¿Cuánto tiempo habrá estado mirándome de ésta manera? Sonrió, porque supo que me había percatado de que me observaba mientras yo no miraba.
Le sonreí de vuelta. Lucía tan hermoso allí. Su cabello reposaba perfectamente sobre aquella esponjosa almohada de color blanco, y su cuerpo estaba siendo perfectamente cubierto por una sábana, y era injusto, porque yo quería ocupar ese lugar. Quería llenarle con mi calor, no con el de una sábana fría.
Sus ojos marrones parpadearon suavemente hacia mí.
-Me muero por salir de aquí contigo.
-No digas esa palabra -reí-.
-¿Cuál?
-Morir -le dije, mientras me aproximaba hacia él, y apoyaba ambos codos sobre los extremos de la cama. Estiré una de mis manos, y comencé a acariciarle el cabello-. No soporto esa palabra.
Él tomó un poco de aire, y le soltó frente a mí. Cerró los ojos con delicadeza, y me permitió acariciarle el cabello.
-No volveré a mencionarla.
Yo reí.
-Eso es lo que estoy esperando.
-Verás que no, y tampoco pensaré en ella. Solo puedo pensar en ti, y en nosotros.
-¿Por ahora?
-No. Por ahora no, por toda la vida. Tú no eres mi "por ahora" -me dijo en una enorme sonrisa-. Tú eres mi "para toda la vida".
Mis ojos le brillaban, y él me sonrió muy ampliamente. Sabía que con sus palabras, yo había dejado de estar triste por su forma de pensar ésta tarde. Y pensar que Dios había decidido regresarme a mi ángel, justamente cuando había decidido tomarlo entre sus brazos.
Lo que sucedía era que Luhan aún tenía cosas por hacer aquí abajo. Dios no podía llevárselo así como así. Por un momento, lo comprendí... quizá Dios necesitaba reír de la misma manera en la cuál él me hace reír a mí. O quizá Dios necesitaba mirar un poco a través de sus ojos, tanto como yo disfrutaba de mirar entre ellos.
Una voz me hizo regresar a la normalidad.
-Sube aquí conmigo -me dijo.
-No puedo hacer eso -le dije en una sonora carcajada-. Estamos en un hospital, no en tu habitación.
Él gruñó por lo bajo.
-Al menos, acércate más a mí.
-Estoy muy cerca de ti -le dije-. Y me pones nerviosa -murmuré, mientras él se inclinaba un tanto más hacia mí, y ahora eran solo milímetros lo que nos separaba.
-Quiero tenerte muy cerca mío -me murmuró, y el calor de su aliento me inundó el rostro.
-¿Sí?
-Sí.
-¿Aunque me pongas así de nerviosa?
Él rió adorablemente.
-¿Por qué te pones nerviosa?
-Porque tú me encantas.
Pasó la lengua por sus labios, y muy delicadamente, me sonrió. Estaba fascinado con mis sentimientos, tanto como yo con los suyos. Posó su frente sobre la mía, y nuestras narices se rozaban por completo.
-¿Qué es lo que hago que te pone tan nerviosa?
-Todo tú me pone nerviosa... tu mirar, tu sonrisa, tu hablar, tu respirar, tu risa... -tomé algo de aliento, y finalmente, le solté-. Todo en ti me pone nerviosa.
-Tú también me pones nervioso -me dijo.
Estiró su mano derecha, aún con una pequeña aguja incrustrada a ella, y me acarició la mejilla con bastante delicadeza. Su tacto era tan suave, que cada centímetro de mi rostro que lograba ser consentido por él, se erizaba por completo.
-Mucho -me dijo-. Irracionalmente nervioso, aunque no sé por qué, si somos el uno del otro.
Yo reí.
-Quizá eso sea lo que más nerviosos nos hace.
Me di cuenta de algo. Tenía razón. Yo en verdad había tenido razón. No importaba el lugar en donde los dos estuviésemos, con el simple hecho de que lo estuviéramos. Estábamos en una habitación de hospital, en donde todo era lo suficientemente pálido como para ser escalofriante, pero estábamos juntos, y eso importaba.
Eso era lo único que importaba.