Capítulo 32

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Recargo la bandeja en una mano para abrir la puerta. Giro el pomo y abro despacio, no quiero despertarla si se ha dormido. Entro, cierro de una patada suave, rogando internamente porque la puerta no se azote; para mi favor esto no ocurre, así que continúo el camino hasta la mesita de noche ubicada del lado que me tocará ocupar en la cama.

Al no haber nada en ella, coloco todo en el centro. Chris yace tal como la dejé, solo que esta vez mantiene los ojos cerrados, como imaginaba; su pecho sube y baja lentamente con cada respiración profunda.

Voy hasta el baño para desinfectar los arañazos. Abro el grifo y dejo el agua correr por las líneas rojizas, un ardor leve se esparce por todas; unos minutos después lo cierro, busco la botella de alcohol y algunas motas de algodón. Aplico una pequeña cantidad en ambos brazos, respectivamente. A toques, haciendo una mueca cada vez que el líquido se pone en contacto con las laceraciones.

Cuando ya se han secado, coloco todo en orden y regreso al cuarto.

Me siento cuidadosamente, deshaciéndome de todo lo que cubre mis pies; a continuación me inclino para tocar su hombro y despertarla, es necesario que se hidrate y coma algo. Mi mano se posa en el inicio de su extremidad, sin embargo cambia su rumbo inesperadamente para viajar hacia el norte, donde se encuentra su oscura y exuberante, aunque un tanto rebelde cabellera, domada bajo una cola de caballo.

Coloco un mechón detrás de su oreja, el cual me privaba de apreciar sus delicados rasgos. Acaricio la piel de su mejilla, no resisto la tentación de apretarla apenas, como si fuera una niña. Apenas mis dedos abandonan su piel, dejan un ligero tono rosado, como señal de que estuvieron en contacto sucinto.

Continúo deslizando los dedos, ahora por sus párpados, sus pestañas son tan largas y espesas que me recuerdan a la cola de un pavorreal, sin todos esos colores, claro. Paso a su frente, trazando el camino de un lado a otro; luce relajada y lisa, donde otrora hubo un ceño fruncido.

Sus cejas arqueadas y oscuras enmarcan su rostro, una pintura digna de ser exhibida en los mejores museos del mundo...o en la galería de algún egoísta que sentado en su butaca con una copa de vino en mano, quiera privar al mundo de semejantes vistas para poder apreciarlas cada mañana, cada noche, solo para su deleite.

Desvío el itinerario inesperadamente hacia el sur, llegando a las tierras sonrosadas y voluminosas, antes prohibidas e inexploradas de sus labios. Permanecen sellados, acompañando a su dueña en el mundo astral, quedando desprotegidos ante cualquier bellaco ladrón que quiera tomar de ellos.

No puedo negar para mí mismo que desde el primer momento en que la vi, quise profanarlos, conocer a qué sabrían, su textura, delinear sus formas, perderme en ellos hasta saciar mi egoísmo y mi codicia.

No me arrepiento de tenerlos para mí aunque sea por unos breves instantes, porque sé que esto es un sueño apacible del cual tendré que despertar. Estas puertas que una vez estuvieron dispuestas y abiertas para mí, llegará un momento en el que estarán selladas por dentro, denegándome la entrada cuanto más suplique porque me sean abiertas.

Paseo por su labio inferior, más grueso que el superior, luego por ambos; mis ojos se cierran, sintiendo la añoranza, aun cuando todavía están aquí, a mi merced. No quiero partir de ellas, no obstante es preciso que lo haga. Me obligo a regresar a su hombro y moverla ligeramente.


- Christine, despierta. Te traje algo de comida – sus labios se entreabren para dar paso a un quejido pequeño, acto seguido aprieta los ojos y sigue durmiendo.

- Vamos, Chris. No puedes estar sin comer, ven. Hay hamburguesas y gaseosa – rueda hacia el otro lado de la cama.

- Ardillita, tienes que alimentarte – no responde, pero sé de algo que puede llamar su atención.

Amor en las AlturasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora