Capítulo veintitrés

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Lía Davies.

Un disparo.

Un grito salió de mi garganta al escuchar el fuerte estallido, la mano de Aedus me sostenía del tal manera que era difícil soltarme. La voz gruesa que nos hizo detenernos se nos acercó lentamente, mentiría si dijera que no sentía todo mi cuerpo como gelatina y sabía que en cualquier momento caería al piso inconsciente.

-Es el destino, linda.

El hombre de capucha dio paso a mi haciendo que Aedus de otro poniéndose delante de mí.

–¿Quién eres?–Pregunté.

–Calladita te ves más bonita–el encapuchado miró a Abigahil y después a mi–Solo quiero que vengas conmigo por las buenas o por las malas.

Aedus nos tomó más fuerte de la mano negándose a dejarnos ir.

Otro disparo.

Unos trozos del techo cayeron a mis pies, todo mi cuerpo temblaba y podía oír a la chica a mi lado sorber su nariz.

–¡Oh vamos! No me hagan matarlos, aunque lo disfrutaría.

–Hay muchas mujeres aquí, llevatelas a ellas.

El hombre negó y nos mostró su arma de color negro.

–Podría, pero no quiero. Resulta que ella–dijo apuntandome a mi–Es más importante de lo que crees, para Natasha claro.

–Ustedes huyan–susurré.

–No, Lía–Abigahil tomó mi mano temblorosa y negó–No nos iremos sin ti.

–No voy a permitir que los maten por mi culpa.

Solté la mano que estaba juntada con la de Aedus, la metí en su bolsillo trasero y en medio de mis senos guardé un aparato pequeño.

–¡No, niña!–Aedus me tomó del brazo del brazo cuando me paré junto a él–Si te vas, todo lo que hemos planeado será en vano.

–Ya habrá tiempo de salvarme–mis ojos se nublaron por las lágrimas–Tengo en mis manos el secreto.

Aedus negó y en menos de un segundo se abalanzó encima del encapuchado.

–¡Corre, Abi!–grité pero la pelinegra estaba quieta del miedo–¡Qué corras, carajo! Busca alguna patrulla, pero vete.

Abi por fin me miró y negó.

–No voy a dejarte–susurró.

–Prometo que te veré en la estación más cercana, vete.

La pelinegra de rulos rebeldes salió corriendo escaleras abajo y cuando otro disparo sonó temí a lo peor. Me giré lentamente y cuando vi el torso desnudo de Aedus lleno de sangre lloré, él estaba tendido con una mueca de dolor y cuando me miró me tendió la mano para que lo ayudara a levantarse.

–No es mía–me dijo cuando notó que por los nervios no podía ejercer la fuerza.

Y es ahí cuando miro al encapuchado botando sangre, me obligué a calmarme y con fuerza ayudé a levantarlo.

–¿Estás bien?–mi voz sonaba débil y temblorosa.

–Vamonos, hay que salir de aquí.

Ambos corrimos hasta las escaleras, pero cuando llegamos a la primera planta nos quedamos quietos al ver que todo estaba incendiado, no había por dónde salir.

–¡No!–un grito de mujer se hizo oír desde la parte de los cuartos.

Miré a Aedus y él con su dedo encima de su boca me indicó que callara.

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