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Julio, 1979.

Cuando el jueves por la mañana se encontró a su padre en la cocina, Xiao Zhen dudó en la entrada. Por la ventana de la estancia se filtraba el rosa pálido del amanecer, que teñía la casa de la misma tonalidad. El corazón de pronto le latía a tope y la piel le picaba por la sudoración repentina que lo atacó. Deseó, una vez más, haber dejado la fotografía de Liú Tian en la misma hoja que la encontró. Con el susto y el apuro por regresar a su cuarto, no estaba seguro si la había acomodado bien.

Por la forma en la que el general lo observó al ingresar al cuarto, Xiao Zhen imaginó que sospechaba de él. Se movió nervioso buscando un bol y sus cereales. Al tomar asiento, su padre le apuntó el refrigerador.

—Olvidaste la leche.

Pidió disculpas con voz queda y fue a buscarla.

—No dormí bien —se excusó al ubicarse otra vez en el asiento frente al general.

—¿No dormiste bien?

Las neuronas de Xiao Zhen terminaron por ponerse en alerta.

—No, señor.

No había dejado de pensar durante toda la noche en la razón del porqué su padre guardaba una fotografía de Liú Tian en su libreta.

¿Por qué la tenía?

¿Por qué?

—Comencé a pintar mi cuarto ayer y creo que me intoxiqué con la pintura, estuve algo enfermo —explicó con tanta calma como podía—. Pasé casi toda la noche en el baño.

Los ojos astutos de su padre bajaron hacia su recipiente todavía vacío de cereales. El general no respondió nada, por lo que Xiao Zhen se obligó a llevarse una cuchara de cereales a la boca tras servirse el desayuno. Tragó como pudo, su estómago hecho un nudo de nervios.

—¿Cómo se encuentra tu amigo Liú Tian? —preguntó de la nada.

—No es mi amigo —respondió con un ligero tartamudeo en el inicio.

—¿«No» qué?

—No es mi amigo, señor.

—Me rogaste que no lo matara porque era tu amigo.

Xiao Zhen bajó la mirada, dejó la cuchara en el bol.

—Lo sé, señor, pero es opositor —susurró—. No puedo ser amigo de alguien así.

—Pero te vieron con él en la estación de trenes.

Había olvidado eso.

Él no sabía mentir.

No lo sabía, y quizás nunca lo supiese.

—Lo siento —musitó con la cabeza gacha.

—¿«Lo siento» qué?

La cuchara se le cayó, y con un estruendo golpeó el borde del contenedor que se trizó en la punta.

—S-solo f-f-fui a d-despedirme —soltó tartamudeando tanto que incluso se exasperó él.

—¿Esa es la forma en la que te enseñó hablar tu mamá?

Quería llorar tanto de tristeza como de rabia.

Lo odió.

Mientras su padre esperaba impasible a que respondiera, Xiao Zhen lo odió.

Odió a su propio padre.

Lo detestó.

Y también extrañó a su madre. Él jamás tartamudeó cuando estaba solo con ella, incluso si hablaba en mandarín. Pero con su padre... con él siempre le sucedía.

Quiso de nuevo disculparse.

Y lo hizo, justo cuando su padre hacía tamborilear la mesa con impaciencia.

—¿Sirves para algo? —le cuestionó.

Inútil.

Era un inútil.

Un tremendo inútil.

Aguardó tragando saliva con dificultad, porque su padre no había dicha nada que pudiese responder. Sus insultos, Xiao Zhen había aprendido con los años, debía simplemente aceptarlos.

—¿Por qué fuiste a dejar a tu amigo a la estación?

Ante el nerviosismo y el pánico, lo único que le quedó fue responder con la verdad.

—S-s-se fue a su ci-ciudad por las va-vacaciones.

Su padre se tocó el mentón.

—A su pueblo, ¿no?

—N-no sé dónde vi-vi-vive.

El general se veía cada vez más molesto y Xiao Zhen solo podía tartamudear más y más. El miedo era como un nudo en el pecho que no lo dejaba respirar.

—Charles.

—¿Sí? —Su padre no dijo nada. Xiao Zhen se apresuró en corregirse—. ¿Sí, señor?

—Estoy hablando contigo, mírame. ¿Ni siquiera eso puedes hacer?

Apartó la vista de su bol trizado y observó a su padre, quien recién entonces continuó.

—¿No te dio un número de teléfono?

Sentía que en cualquier momento iba a vomitar.

—N-no hay r-red telefónica donde vi-vive, s-s-señor.

—Pensé que no sabías dónde vivía —observó su padre.

Se limitó a mirarlo sin saber cómo defenderse. Xiao Zhen cruzó las manos sobre la mesa con actitud sumisa. Esa batalla la había perdido incluso antes de que iniciara.

—No sé dónde vive —tomó aire—. En serio no lo sé, señor.

—Averígualo.

—Papá...

Los dedos del general Gautier tamborilearon sobre el granito.

—Necesito que tu amigo Liú Tian regrese a la capital.

Su padre se puso de pie y se llevó el bol de cereales de Xiao Zhen al lavadero, donde tiró los restos de comida por el fregadero. Dio el agua, lavó la loza sucia. Se secó las manos con un paño.

Al pasar por su lado, su padre le tocó el hombro.

—Los traidores, hijos, son usados o castigados. No hay una tercera opción.

Xiao Zhen se quedó toda la mañana intentando idear una solución. Por la noche, había alistado su maleta. Luego agarró la pintura blanca que escondía bajo la tabla suelte en su piso.

Lo siento, pensó.

Su corazón latía como un loco al pasar la brocha destruyendo ese paisaje morado y naranja que reflejaba un atardecer en el mar.

Tardó una hora en cubrir por completo ese dibujo que Liú Tian llevaba días enteros pintando, otra hora para terminar de pintar la pared entera. Ahora esos colores brillantes y llenos de vida se encontraron otra vez bajo ese blanco que nada decía.

Nada, como el propio Xiao Zhen.

Nada.

Así es como se sintió al recostarse en su cama con la habitación oliendo fuertemente a pintura.

Nada.

Él volvía a ser nada.

Él volvía a ser nada

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Decalcomanía (Novela 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora