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Junio, 1979.

Xiao Zhen no reaccionaba, continuaba con su espalda apuntando el cielo con la mancha roja bajo su cabeza. Liú Tian se preguntó si ese miedo, que ahora lo paralizaba, era el que padecía Xiao Zhen cada vez que él insistía con ser libre. Era aterrador, exasperante, angustiante, que no lo dejaba respirar bien. Sus rodillas se doblaban ante el temblor incontrolable que se había apoderado de su cuerpo, mientras esperaba a que alguien interrumpiese ese silencio ensordecedor que se había asentado en el salón.

La suela de sus zapatos trituró el vidrio de las botellas rotas al moverse. El olor a cerveza le quemaba la nariz. El pánico le cerraba la garganta, porque acababa de confesarles a la organización la homosexualidad del hijo de un general de la dictadura. Lo iban a usar, y Liú Tian solo había empeorado todo.

Su vista se nublaba a ratos y temblaba tanto que sus hombros se mecían. Mantuvo la cabeza inclinada ocultando su expresión tras su flequillo largo. Su propia voz fue la que rompió la tensión.

—Soy gay, siempre lo he sido, lo siento.

Y al levantar la vista, se encontró con la mirada triste de Amelia.

—Tian...

Sus rodillas no pudieron soportarlo más y se le doblaron por el peso. Su jean se mojó al tocar el licor volteado. Los pedazos de vidrio roto se adhirieron a la tela gruesa clavándosele en la piel.

Entonces, unió sus manos frente suyo.

—Por favor, no ocupen esto contra Charles, se los suplico. Pueden hacer cualquier cosa contra mí, úsenme si lo necesitan, pero déjenlo a él afuera. Yo lo contagié con esta enfermedad, yo soy el único culpable de querer meterlo en la organización. Solo yo.

La última palabra hizo eco en la habitación, luego se restauró el silencio. La expresión de André era una mezcla de tristeza con lástima, era un sentimiento contradictorio que simplemente parecía no poder ocultar.

—Ser gay no es una enfermedad mental —fue Irina la primera en hablar—, mucho menos una que le hayas podido contagiar a Charles.

Al negar con la cabeza, los vidrios se le incrustaron todavía más en la tela del jean.

—No, no, yo lo contagié —insistió—, lo juro, soy el único culpable.

—Tian... —intentó intervenir Luan desde el suelo, su barbilla roja por la sangre. Su rostro comenzaba a hincharse por el golpe.

Lo mandó a callar con una mirada mortal.

—Soy el único culpable, ¿podemos dejarlo así, por favor?

Si alguien iba a ser catalogado como culpable ese día, mejor que fuese uno y no los dos.

—¿Sabes que podrías morir por esto? —dijo André.

Bajó la barbilla, su boca fruncida ante el sabor agrio de la situación.

—Sí —suspiró—, lo sé.

—¿Entonces? —continuó.

—No somos enemigos —explicó Tian con tranquilidad. Su atención fue desde su amigo, que permanecía inmovilizado contra el piso, hasta el cuerpo inconsciente de Xiao Zhen—. Solo queríamos huir.

—¿Huir? —cuestionó Dana.

—Huir —repitió.

—Y para eso necesitaban pasaportes falsos, idiotas —gruñó Luan—. No íbamos a filtrar información, lo único que queríamos era un pasaporte falso.

Decalcomanía (Novela 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora