Regalos

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Daniel pasaba el rato en mi habitación, para variar y porque yo seguía castigado. Se me prohibió usar las salas comunes y únicamente podía estar mi habitación después de los odiosos rezos y comer. Era la primera vez que me castigaban de esa manera. No extrañé mucho matar el tiempo en espacios donde me sentía ajeno.

Echó una mirada meticulosa por toda la habitación, fue al escritorio, hurgó en mis papeles y tomó la carta que me mandó Violeta. La analizó con los labios fruncidos.

—No puedo creer que te respondiera —dijo sin emoción.

—Ni yo... No estoy muy seguro de cómo responderle —comenté nervioso.

—Veamos. —Tomó la carta y comenzó a leer en voz alta, fingiendo mal un tono de voz femenino—: «Muchas gracias, Isaac. Ya entiendo lo que le sucedió y lo que hacía mi hermano. Rezaré por él para que sea perdonado por sus pecados.

Cambiando de tema, a uno más agradable, espero que te la pases muy bien en Navidad. ¿Qué hacen en Navidad en el colegio? Yo celebro en casa, pero no es muy diferente al fin de semana. Pedí de regalo la colección de unos libros famosos, todas mis compañeras no dejan de hablar de El conejo que se enamoró de la luna. Me encantan los libros de romance. ¿Y a ti qué te gusta leer y hacer en tus ratos libres?».

—Para, Daniel, haces que me avergüence —dije sonrojado.

—Está interesada, quiere saber más de ti. Pero —ocupó lugar en la silla del escritorio y llevó su mano en su mejilla— no es tu tipo —aseguró pensativo.

Dejó la carta donde la tomó.

—¿Por qué? —Arqué las cejas.

—Me expresé mal. —Abandonó la silla y caminó hacia el armario—. No necesitas una chica tan aburrida e inocente como ella.

Daniel abrió el armario, se adentró y cerró las puertitas.

—¿Por qué dices eso? —Me acerqué al armario.

—No lo sé. Me he ido a otro mundo que huele a ti —dijo desde adentro del armario con una encantadora entonación.

—¿A qué huelo? —Abrí una de las puertitas y me adentré.

Daniel estaba hecho un ovillo en una esquina, abrazaba sus piernas. Me senté en la otra esquina del armario y cerré la puertita.

—A sol —respondió pensativo.

—Así se debe sentir estar a dentro de un ataúd —murmuré melancólico.

—Cuéntame sobre lo que escribes —pidió un tanto mimado—. Necesito pensar en algo agradable.

—Trata sobre un fantasma que visita todos los rincones de su apreciado hogar, recuerda lo que hacía ahí y se disculpa con las personas. Al final, llega al cuarto donde está su cadáver. Se perdona a sí mismo y parte —conté sin emoción.

—No es nada agradable —dijo Daniel.

Abandonó su lugar acercándose a mí, usó mi hombro para el soporte de su cabeza.

—Últimamente pienso en la muerte —le revelé murmurando.

—No deberías pensar en eso. Tu vida ahora me pertenece también. Estaría muy triste si le pasa algo a mi amigo —expresó mimado.

—Tú eres el que te haces daño, yo únicamente pienso en la muerte como un descanso eterno —expliqué.

Tomé su brazo y remangué su camisa, miré, con ayuda de los trazos de luz que se filtraban en los bordes de las puertecitas, las cicatrices de su brazo. Me tranquilizó no ver cortes recientes. Daniel jaloneó su brazo y bufó.

Guardamos un silencio prudente. De manera extraña, me fue reconfortante el momento. Solo existíamos nosotros dos en ese momento. Vi las motas que brillaban con los trazos de luz y danzaban por el fúnebre espacio pequeño del armario.

—El día que te conocí fue extraño —habló en voz baja.

—¿Por qué? —pregunté sin dejar ver las motas de polvo revolotear por el lugar.

—Te cuento si prometes que escribirás algo más agradable. ¿Trato? —propuso Daniel.

—¿Por qué me tienes que condicionar? —Fruncí ligeramente el ceño.

—Porque eso hace más interesante la vida, cuatrojitos.

—Ya que, trato. —Fruncí ligeramente el ceño.

—Después de que me expulsaron en mi anterior colegio —abandonó mi hombro—, intenté suicidarme. Me prohibieron comunicarme con él, verlo, que me visitara y todo. Estaba tan pesimista. Muy patético. Cuando desperté en el hospital, mi madre me regañó demasiado. Me dijo que se arrepentía de haberme tenido. Me llevó a la mansión de mi abuela, corriéndome así de su hogar. Pasaron un par de meses, mi abuela le insistió y convenció a mis padres de inscribirme en este infierno. La idea de estar encerrado en un internado católico me mataba. El día que te conocí me encontraba dispuesto a terminar lo que comencé. Salí y exploré el lugar buscando algo que me ayudara a terminar con mi vida más rápido. Entonces, te vi. Dormías pacíficamente. Te envidié, quería saber en qué pensabas para poder dormir tan bien. Al acercarme, murmuraste algo dormido.

—¿Qué fue? —pregunté muy intrigado.

—Quédate conmigo —dijo con una seriedad que me heló.

—No recuerdo... —murmuré avergonzado.

—Curiosamente, era algo que necesitaba escuchar... Por eso me aventuré a hablar contigo y contarte mis secretos. —Calló por un momento—. En varias ocasiones he escuchado que hablas dormido. ¿Sueles tener muchas pesadillas, cierto?

—Intento ignorarlas. —Sonreí triste—. No son importantes si me enfoco en mi día a día. —Bajé la cabeza, los demonios que ignoraba aparecieron en un analepsis—. Me alegra que sigas vivo y seamos amigos —dije en voz baja lo que pensé.

Daniel no dijo nada, me pareció que enserió. Miró el reloj de su muñeca.

—¡Es hora de que tome mi regalo de Navidad! —Se incorporó lleno de energías, abrió las puertitas y salió del armario.

Daniel buscó algo entre las gavetas, revolviendo mi ropa. Le dije apenado que parara, hurgaba todo con demasiada confianza. Tomó un viejo suéter como si fuera un tesoro valioso. Sonriendo, se quitó el suyo, desfajó su camisa y sacó un paquete envuelto que ocultaba en su torso, lo arrojó en la cama junto con su suéter y se puso el mío, le quedaba un poco flojo y grande.

—¿Qué haces? —pregunté curioso.

—Tomo mi regalo de Navidad —expresó con una amplia sonrisa—. Huele a ti, a sol en el panteón.

—Eres muy raro. —Ladeé mi cabeza y lo miré fijamente en su ameno rostro, sonreía tiernamente.

—Tu regalo es ese. —Apuntó con su dedo índice la cama—. También mi suéter. Espero que disfrutes mucho de tu regalo —comentó cantadito—. Me voy a practicar en el piano. Te invitaría, pero te castigaron por violento. —Me sacó la lengua—. Te veo en la cena.

Me pareció que salió muy feliz de mi habitación, como si hubiera hecho una travesura. Por curiosidad, vestí el suéter dejado. Me quedó a la medida. Abrí el paquete intrigado y feliz. Al ver el regalo, la felicidad se fue y quedó vergüenza. Con las mejillas ardiéndome y sonrojadas a no más poder, miré el libro, las fotografías y la revista que había en el paquete. Era un libro sumamente erótico con ilustraciones muy, pero muy descriptivas. Las fotografías eran desnudos artísticos de jóvenes preciosas. La revista fue lo que más me alteró, era una para adultos. Me pregunté en qué pensaba Daniel y cómo logró meter en el internado esas cosas. Arrojé el paquete al fondo del armario y me tiré en la cama huyendo de mis pensamientos. 

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora