—Vamos, nadie se dará cuenta —susurró Daniel—. Las monjas se embriagaron con rompope —dijo burlón.
Era Navidad y casi las once de la noche. Nos encontrábamos a fuera de los dormitorios, planteados en una salida abandonada. Era una reja alta, oxidada, con pinchos y una gruesa cadena con candado la mantenía cerrada. Nevaba sutilmente. Todo lo que miraba era blanco como un espectro.
Daniel se decepcionó por la cena navideña que daban en el colegio, así que ideó un plan para pasarla bien, según sus palabras. Descubrió la reja un día que se puso a pasear en los jardines prohibidos y los terrenos donde las monjas cultivaban muchas cosas. En la muralla con la reja no había guardias, solo se veía en el horizonte un desgastado camino empedrado que dirigía a un espeso bosque y cementerio. Daniel me pasó la linterna y trepó por la vieja reja, le seguí, no era difícil, los barrotes horizontales sirvieron de escaleras. Tuve mucho cuidado con los pinchos. Animados, nos alejemos del internado. El bosque se mantenía tranquilo, parecía dormido por el invierno. Las lápidas y monumentos comenzaron a parecer en el paisaje. No tenía miedo, porque sabía que no estaba solo.
—Qué tranquilo debe ser enterrado aquí. De seguro los fantasmas no se aburren en el bosque —comentó Daniel.
—¿Crees en los fantasmas? —Apresuré el paso para ir a su par.
—Por supuesto —aseguró—. ¿Y tú? —preguntó y sonrió divertido.
—Creo... La otra vez que me encerraron escuché algo —conté.
La piel se me erizó al recordar ese momento.
—De seguro fueron los fantasmas de los alumnos que murieron ahí —dijo animado.
Callé, no quise decirle a Daniel que dudaba de mi cordura. Él prendió un cigarrillo con un elegante mechero que sacó de su gabardina.
La caminata me hizo entrar en calor, pero las tumbas y el paisaje desolado me arrastraban a una fúnebre realidad. Pensar en la muerte me entristecía en ese momento. No sabía dónde fue enterrada mi madre. Quería visitar su tumba y decirle todo lo que no pude cuando ella vivía.
El bosque se dividía por una ancha carretera, por ahí pasaba uno que otro auto, a pesar de la hora y el día. Daniel se plantó en la orilla de la carretera y cuando miraba un carro aproximarse pedía un aventón con una seña. Obtuvimos respuesta al tercer intento. Se trataba de un taxista con obesidad mórbida. Entramos al viejo carro con aroma a cerveza, tabaco y sudor. Daniel ocupó lugar en el copiloto y pidió amablemente que nos llevara al centro de la ciudad.
Observé al taxista, respiraba jadeado, no porque estuviera cansado, sino porque le pesaba tener un cuerpo tan corpulento, apenas cabía en su asiento. Me fue similar a una bola de nieve que se derrite en la cima del cono. El pobre hombre tenía una cara estirada por la pesada papada que llevaba de collar y facciones deformes por la grasa acumulada en su rostro. Su ropa estaba sudada a pesar del frío que hacía.
—Pensé que eran fantasmas —dijo con una voz ronca y agitada.
—Los fantasmas no pagan —comentó Daniel.
—¿Y qué hacían en el panteón? —preguntó el taxista.
—Visitábamos a los fantasmas —respondió Daniel divertido.
—Ya veo. —Concentró el taxista su mirada en la carretera.
Me encontraba emocionado, tanto que mis penas perdieron relevancia. Miré por el cristal de la ventana. Me sentía en un sueño al ver los árboles escarchados. Llegamos al centro de la ciudad que ya conocía. Daniel le pagó al taxista, bajamos y caminamos. Había mucha gente paseando y disfrutando de la decoración navideña que tanta vida le daba al lugar rústico. Adornaba en el centro del lugar un gran árbol navideño con estrafalarias luces y era custodiado por dos cascanueces de tamaño humano. Las luces y decoración navideña que colgaban de las farolas, negocios y en todos lados posibles, volvían de ensoñación el centro.
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Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)
Teen FictionPronto en librerías traído por VRYA Isaac no conoce más allá del internado de monjas donde ha sido criado desde su infancia. Su padre niega que lo visite en vacaciones y su madre está internada en un psiquiátrico. Todo su entorno gris cambia cuando...